Opinión | Caligrafía

Correr (I)

Habría que crear un buen antónimo de trauma, para definir lo que una vez fue bueno y perdura largamente en el tiempo pese a no existir ya, tal y como algo es malo y sigue hiriendo, traumatizando, mucho tiempo después. Se me ocurre que sería una curación, un afecto. Seguimos teniendo cariño y proximidad con lo bueno que tuvimos y se fue, como si existiera. Un caso entrañable es el de los que han estado muy delgados y actúan como si siguieran estándolo años después, con treinta o cuarenta kilos más, convencidos de que el cambio es pasajero. A mí me pasa. Hablo y me muevo con treinta y muchos kilos fantasmales, como si cargara una carne prestada. La carne es mía no obstante, amorosamente apilada y puesta firme con tres desayunos diarios, a tiro del quintal.

He corrido mucho durante muchos años y sigo actuando como alguien que puede correr largas distancias a voluntad, aunque no es cierto ya. Me asaltan los dolores típicos del kilómetro 18 en el 2, o antes; y rondando el 5 mi pie derecho se duerme hormigueando como si lo disolvieran en ácido, y así se queda, cuando antes eso era un minuto al entrar en la barriada del 30. Mi cerebro sigue convencido de que lo mínimo exigible con las zapatillas puestas, ya que sale a la calle, es liquidar diez kilómetros a 4:00, y luego hablar. Ya digo: un trauma al revés y un delirio de grandeza que mi cuerpo no justifica.

Salí por el sendero paralelo a la ronda norte, empapándome de lluvia, mientras el reloj me devolvía unos tiempos inquietantes. 6:11, 6:30 por kilómetro. En el 2 o por ahí me decidí a apretarle, para llegar al Mirabueno y dar la vuelta. 5:20, que empezaron a estrangularme la boca del estómago. Ya ni miré, pero la media final fueron 6:50, que no es ni bueno ni malo (peor es no hacer nada), aunque me sentó como si me cruzaran la cara. Los corredores conocemos bien la ciudad, tenemos con ella una intimidad muy particular, somos expertos en sus formas y caprichos escondidos. Los caminos de tierra espontáneos, las largas rectas engañosas que en realidad tienen un poco dependiente y te van acribillando los tendones; los simulacros de campo abierto flanqueados por fábricas, el cauce del río, la extraña construcción pasada la universidad por el canal que parece una casa noruega -¿qué es, diablos?-. Corro para pensar y para irme desgrasando la cabeza, y corro, o corría, o intento correr para meter al volver a casa el cuerpo en agua caliente, la botella fría en la mano, y sentirlo ajeno. Cuando corro tengo ideas como un surtidor, pero esa iluminación tiene en común con las pseudogenialidades de los borrachos que va anclada al momento concreto, propter rem, y si no se apuntan rápido son de memoria tremendamente traicionera (y esto es así porque los deportes no tienen musa, que son hijas de Zeus y Mnemósine, la memoria, para tener a la vez la inspiración y recordarla; sino diosa, y por eso las victorias, por las que tanto se trabaja, se olvidan).

Estoy corriendo de nuevo. Les iré contando el drama.

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