Opinión | Cielo abierto

‘Va oscureciendo’

Es el nuevo libro de Alejandro López Andrada, que acaba de ganar el Premio Claudio Rodríguez

Siempre va oscureciendo en el largo camino hacia la memoria, ese escenario de perduración que nos late en los ojos mucho tiempo después de haberse diluido sobre la realidad. Ocupamos espacios, sabemos habitarlos, los dotamos de ritmo y de tejidos: pero poco después -días, años, décadas- sabemos que han dejado de pertenecernos: esa mesa escolar de nuestro cuarto en la que nos distraíamos del estudio en las tardes de invierno, la casa familiar, el barrio que de pronto se transforma en una narración que te ha dejado fuera. Eso es también la vida: un relato continuo que sigue incorporando nuevos rostros, mientras también nosotros nos quedamos lentamente atrás. No somos nosotros solamente los que vamos dejando todo nuestro espectro de lugares, sino que también son esos lugares los que nos abandonan: en esa esquina había una panadería, en la que cada tarde tomábamos café; un vecino regentaba la frutería de enfrente, la tienda de deportes que lucía viejas equipaciones de España’82 en sus escaparates ahora es un kebap. Todo pasa y todo queda, dice Antonio Machado, porque lo nuestro es pasar. Vamos haciendo nuestro propio camino de regreso, con su parte de ausencias, por esas calles anchas del recuerdo que nos cuesta ubicar en el presente: porque los decorados han cambiado, pero también nosotros nos hemos ido puliendo, desgastando, emborronando al fondo del dibujo, por más que nuestro cuerpo y nuestros ojos sigan siendo los mismos, con idéntica expresión de ternura o de arrojo, de osadía o nostalgia, de empuje o frustración: decía un amigo mío, y así lo recogí en un viejo poema, que a los paraísos no se puede volver. Sin embargo, lo hacemos: porque la inmediatez muy pocas veces nos devuelve el aroma que nos hizo felices, esa respiración sobre el humo de tarde, cuando aún nos sentíamos protegidos.

Va oscureciendo en la memoria. Sin embargo, también ese recuerdo es luminoso cuando lo recorremos, porque esa mirada sensorial está de nuestra parte: y cerramos los ojos, y de nuevo podemos tocar, oler y ver, mientras nos adentrarnos en el mundo que ahora recuperamos y volvemos a ascender esa misma escalera tortuosa, en espiral, que nos conducirá a la puerta de la casa azul. La evocación también es una llama viva que nos sigue alumbrando: no porque resistamos en la remembranza, sino porque el pasado se ha quedado dentro del pecho y nos conduce no sólo a quiénes fuimos, sino al que somos hoy.

‘Va oscureciendo’ es el nuevo libro de poemas de Alejandro López Andrada, que acaba de ganar el Premio Claudio Rodríguez y publicará Hiperión. Cada vez que un amigo gana un premio es motivo de gozo, porque luego la vida nos sacude a su propia manera, y suele ser con golpes invisibles. Por eso hay que apresar cualquier instante de alegría como si fuera el último: quizá porque lo es, en realidad, desde el temblor cambiante del presente, y todo lo que queda por delante es abismo, nebulosa y misterio, pero también reto y aventura. Me gusta que Alejandro sea Premio Claudio Rodríguez porque él mismo ha sentido esa misma ebriedad de la palabra honda, todos esos conjuros que nos llevan a la inmediatez entre la condena y la alianza, forjando su leyenda de aquellos días dorados, cuando la juventud era poesía. Hay más desolación en este último libro de Alejandro, hay tristeza y hay pérdida, pero también la hondura existencial que lo saca quizá del discurso frecuente de arraigo a una tierra o del vacío tras la emigración. Aquí, en ‘Va oscureciendo’, nos encontramos con un frío distinto, con esa pareja que envejece y ve crecer a sus hijas, mientras sus sombras vivas regresan a ese mundo que ahora también es sombra y antes fue rutilante claridad. Todo esto es vivir y es hermoso cantarlo, es valiente asomarse a esa oscuridad que nos mira de frente al recorrer los nombres y lugares que antes hemos sido.

Alejandro López Andrada es un poeta auténtico y profundo. O sea: un gran poeta. Su mirada nos conduce hacia un tiempo perdido que existió, pero que ahora se afirma en la contienda de intentar evitar esa erosión. Va oscureciendo, sí: y al fondo, en la cocina, con el cañizo hundido sobre los fregaderos, volvemos a vivir aquella escena que aparece de pronto, con una nitidez que sobrecoge. Esto también es escribir: la lucha encarnizada contra el paso del tiempo, intentar evitar que nos destroce, echarle un pulso recio, que vamos a perder, pero perseverando en el recuerdo que siempre nos recoge del frío de existir. Y seguir avivando el fuego que hemos sido y lo que somos.

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