Opinión | EDITORIAL

Evitar una crisis institucional

Entre incumplimientos, obstrucciones y precipitaciones, el capital político del país se malgasta en tensiones improductivas

Cuando Montesquieu planteó la necesidad de separar los poderes del Estado lo hizo argumentado que la única manera de evitar el abuso del poder es que «el poder detenga el poder». De ahí la concepción moderna de la democracia como un sistema en el que cada uno de los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) cuenta con una determinada capacidad de vigilar el ejercicio del poder por parte de los otros dos, de acuerdo con la Constitución de cada país. Basándose en una lectura unilateral y extremista, detener el poder del legislador es lo que intentaron, ayer, los grupos parlamentarios del Partido Popular y de Vox, presentando un recurso ante el Tribunal Constitucional para que este impidiese al Congreso de los Diputados celebrar una votación. De haberlo logrado, supondría pasar de la necesaria separación de poderes a una supeditación inaceptable del poder legislativo -expresión de la soberanía popular- a un tribunal que debe controlar las leyes pero respetar el trabajo de los legisladores. El papel del Tribunal Constitucional es el de dictaminar sobre la constitucionalidad de una ley o resolución parlamentaria cuando esta ha sido aprobada, como ha sucedido en numerosas ocasiones. No el de impedir que se vote, salvo que lo que se vaya a votar pudiera causar «perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido», como ocurrió en el Parlament en 2017, lo que no era el caso ayer en el Congreso. 

Por fortuna, los magistrados decidieron aplazar al lunes su decisión y las votaciones en el Congreso pudieron celebrarse. Si el tribunal, haciendo caso al carácter cautelarísimo del recurso del PP y Vox, hubiese prohibido la votación, y además para poder seguir vulnerando él mismo previsiones legales, se habría producido una crisis institucional de consecuencias imprevisibles. La democracia española se hubiese encontrado en una situación insólita, en la que uno de los poderes impide al otro ejercer su función. Es cierto que este conflicto entre instituciones esta alimentado por actuaciones desafortunadas en mayor o menor grado de las principales fuerzas políticas. En primer lugar, por la decisión inaceptable del Partido Popular de negarse a renovar los órganos de gobierno del poder judicial, adoptada en connivencia con el sector más conservador de la magistratura. Esta actitud ha envenenado las relaciones políticas y amenaza con desacreditar el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, que son esenciales para el buen funcionamiento de la democracia. En segundo lugar, por la tentación del Gobierno de tirar por el camino de en medio, con una celeridad legislativa inaudita, que puede vulnerar derechos fundamentales y propiciar consecuencias no buscadas en los tribunales, cuando se trata de temas de tanta enjundia como la reforma del Código Penal o la ley que fija las mayorías para nombrar miembros del Tribunal Constitucional.

En una situación como la actual, donde la sociedad hace frente a desafíos de todo tipo, resulta descorazonador que el capital político del país se malgaste en tensiones improductivas como estas que alejan a los ciudadanos de la política. Como mucho falta un año para las próximas elecciones. El Partido Popular, que aspira legítimamente a ser una alternativa de poder, debe abandonar el obstruccionismo institucional y alejarse de las voces que atribuyen absurdas tentaciones golpistas al Ejecutivo. El Gobierno, que pretende desarrollar su legitima labor legislativa, debe respetar los tiempos legislativos y buscar consensos cuando sean posible. En cuanto a los magistrados, deben facilitar la renovación de los órganos de gobierno del poder judicial para conseguir que estos recuperen cuanto antes su plena legitimidad. 

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