Opinión | COSAS

Una mala digestión

La famosa línea roja es la malversación, saltándose que el imperio de la ley rasea a todos los ciudadanos

Un artículo te permite sentar ficticiamente en la misma mesa literatos tan dispares como Luz Gabás y Thomas Mann. Sería imposible fuera de estas elucubraciones, porque el Nobel alemán nos dejó hace 67 años. Arrimo ambos autores porque el presente suele navegar por aguas turbulentas, pero en esta ocasión se escucha el atronador ruido de una cascada.

Gabás ha querido hacer en ‘Lejos de Luisiana’ una mixtura entre ‘El último Mohicano’ de Fenimore Cooper; ‘Salvar el fuego’ de Guillermo Arriaga y acaso el sublime folletín de ‘El amor en los tiempos del cólera’ de García Márquez. Aparte de los amores entre un indio kaskaskia y una francesa de Nueva Orleans, de ese minúsculo paréntesis novelado en que la Luisiana fue española, me interesan los guiños de Gabás a su paisano, el conde de Aranda. Uno de los poquitos políticos españoles que percibió que la independencia de Estados Unidos era una espoleta para la emancipación de la América hispana. Aranda planteó la lucidez de la anticipación, otorgando la independencia y la conformación de cuatro reinos, con el rey de España como Jefe del Estado, en un clarísimo anticipo de la Commonwealth.

Por su parte, ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann quizá sea la antinomia del último libro de la escritora aragonesa. A lo largo de esa voluminosa obra, esa sensación de no pasar nada en el sanatorio de Davos es precisamente lo contrario: se palpa el tiempo como las motas de polvo y se barrunta en ese balneario el final de una época: el impacto de la I Guerra Mundial escrito en ese periodo de entreguerras en las que Mann barrunta la implosión del nazismo.

Todo es posible, incluso tergiversar ‘La montaña mágica’ con un carácter profético. En Alemania se frustra un golpe de Estado, con unos lunáticos que querían recuperar la gloria militarista prusiana, idolatrando el advenimiento de un nuevo káiser. Ha sido el reverso chusco de la operación Walkiria, y seguro que el Estado alemán se ha dejado de gaitas con rebeliones o sediciones, igual que Perú devorará a otro Presidente que ha coqueteado con la corrupción, sin más armas que su discurso y el canguelo de esconderse por venirle grande el cargo. La variante autogolpista y surrealista de Pedro Castillo es ese bebedizo que le hizo caer en trance.

Aquí no. Pedro Sánchez posiblemente no ha pensado en Aranda. Su estrategia puede tener tintes perversamente kantianos, pues su apriorismo categórico no se asienta en el deber, sino en el poder por el poder. Todo está relacionado. La capa de polvo se ensanchó con el paroxismo de Rajoy, y puede resultar fructífero ese ímpetu para dinamizar el entendimiento. Pero una cosa es facilitar vías de acercamiento y otra prostituir el presente como una estación de tránsito, en un guion que parece milimétricamente diseñado por la causa secesionista: debilitar al Estado para que un vuelco electoral soflame el victimismo y con los resortes constitucionales más alicaídos plantear y habilitar un referéndum, posiblemente con un quorum que no sería decisorio, pero que daría alas para alimentar la voracidad en un nuevo capítulo.

Pero la famosa línea roja es la malversación, saltándose a la piola la máxima de que el imperio de la ley rasea a todos los ciudadanos. Aquí se pretende una tipificación delictiva con nombres y apellidos, de aquellos Robin Hood que trincan por repúblicas catalanas y otras causas no tan perdidas. Sin darnos cuenta, el sanchismo ha actualizado el precepto bíblico del ladrón bueno, con la bienaventuranza de los corruptos del ‘procés’ habilitados para este mundano reino de los cielos. El conflicto quiere avocarse a un binomio de tragaderas y avaricia, y a todas las partes, incluida la oposición, les conviene ser más frugales. En caso contrario, nos aguarda una dramática digestión.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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