Opinión | a pie de tierra

Ecos de bronce y tiempo

Las campanas han sido parte definitoria de la vida civil y religiosa de España

«Campanas de agonía/ las campanas de Linares;/ repicando, noche y día/ bajo un cielo de alamares». ¿Quién no ha tarareado esta copla alguna vez, o se ha emocionado al oírla en la voz de Rafael Farina, o de cualquiera de los muchos que la han versionado después de él? En Andalucía es todo un referente, posiblemente la canción que mejor evoca el impacto colectivo causado por la muerte de Manolete en agosto de 1947. ¿Y quién no conoce por ejemplo este poema de García Lorca, que tan bien evidencia la omnipresencia de la campana en la poesía española? «En la torre/ amarilla,/ dobla una campana./ Sobre el viento/ amarillo,/ se abren las campanadas./ En la torre/ amarilla, cesa la campana./ El viento con el polvo, hace proras de plata». Y es que las campanas, con sus ecos de bronce, nostalgia y tiempo, han sido -todavía son- parte definitoria de la vida civil y religiosa en España, un medio de comunicación con lenguaje propio y codificado, triste y bullicioso a la vez, capaz de anunciar eficazmente la muerte, convocar a rebato por fuego, inundación o ataque, o anunciar una fiesta y llamar a misa.

Hay campanas famosísimas, como la Gorda de Toledo, que ya no suena debido a la grieta que la recorre, pero que con más de 17 Tm de peso pasa por ser la más grande de España y una de las mayores del mundo (sólo la superarían las del Zar en Moscú y la de la catedral de Colonia); la Campana Wamba de la catedral de Oviedo, la más antigua de nuestro país, aún en uso después de ochocientos años largos (data de 1219); la María de Pamplona, del siglo XVI, cuyos ecos se escuchan a muchos kilómetros de la catedral navarra; las de Santa María de la Mesa y Santiago el Mayor, en la ciudad sevillana de Utrera, abrazadas en sus volteos por los propios campaneros; las de estilo gótico de la Torre Micalet (o Miguelete) de la catedral de Valencia, que remontan hasta el siglo XIV; o las de Santiago de Compostela, entre las cuales goza hoy de especial popularidad la llamada Berenguela, fuera de uso.

Cuenta la leyenda que, en el año 997, Almanzor «el Victorioso» habría hecho arrastrar a sus prisioneros cristianos las campanas de la catedral compostelana desde Santiago hasta Córdoba, con intención de que aquí fueran refundidas y transformadas en lámparas para la gran Mezquita Aljama; pero la misma tradición añade que serían devueltas a Santiago dos siglos y pico más tarde -según parece, intactas-, a hombros en este caso de prisioneros musulmanes por el rey Fernando III el Santo. Ecos de vanidades, de guerras y de glorias, tan petulantes como efímeras, que, no obstante, apuntalan el profundo valor simbólico de unas piezas únicas, entreveradas en las señas de identidad de nuestras ciudades y pueblos; tanto, que todavía hoy impactan, y atraen por ello a un público numerosísimo, los conciertos de campanas que se celebran en urbes como Ávila, en homenaje a Santa Teresa, o Toledo, con motivo del Corpus.

Viene todo esto a colación de que, el pasado 30 de noviembre, el Comité responsable de la Unesco, reunido en Rabat (Marruecos), declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad los más de treinta tipos de toques manuales de campanas que perviven aún en España; «un lenguaje sonoro que se ha mantenido a lo largo de los siglos como un medio de comunicación comunitario. Con un amplio repertorio de formas y técnicas... ha regulado multitud de aspectos de la vida festiva, ritual, laboral y cotidiana en todo el territorio español. Su protección por la Unesco supone poner en valor y asegurar la continuidad de esta tradición común, compartida entre los diversos pueblos de España. Además, contribuye a proteger unos sistemas de comunicación, casi siempre únicos, al borde de la extinción por la falta de campaneros, figura fundamental para salvaguardar esta práctica ancestral». Así lo especifica textualmente la página web del Ministerio de Cultura y Deporte al hacerse eco de la noticia, insistiendo en que con ésta son ya dieciocho las declaraciones como Patrimonio Cultural Inmaterial con que cuenta España, entre ellas el flamenco o los patios de Córdoba, que tan de cerca nos tocan y que tanto tienen que ver con nuestra idiosincrasia. Es, pues, motivo de orgullo y de alegría, ya no sólo por lo que representa de reconocimiento internacional a la cultura española, sino también porque contribuye a preservar una forma muy concreta de entender la existencia, unas costumbres que han formado parte indisoluble de nuestro andar histórico, y un sonido tan sublime como atávico que es a la vez lenguaje universal efectivísimo, preñado de belleza, tornasolados matices y claves encriptadas, sin el cual costaría entender nuestro lugar en el mundo. Se subraya así la gran diferencia, aunque no todos la aprecien, entre las agresiones acústicas diarias y la armonía metálica y acariciadora de unas campanas que, vigilantes, zalameras y avizoras, nos llaman, nos riñen o nos convocan con la fuerza, el amor y la benevolencia que emplearía nuestra propia madre; ecos vibrantes a pueblo, luto y jarana, capaces de extraer con sus volteos, tañidos y repiques lo mejor de nuestra memoria y también de nosotros mismos.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

Suscríbete para seguir leyendo