Opinión | El desliz

No ser divertido es perfectamente legal

Hay dos tipos de personas que no van a ir a la cena de empresa que se ha convocado este año, multitudinaria porque al fin estamos libres de covid y el negro otoño de nuestra economía no ha sido para tanto. Los que no pueden, y los que no quieren. Los primeros merecen la conmiseración del resto, sufran penurias económicas, de salud o de conciliación, y a lo mejor se llevan un comentario cariñoso en algún brindis de la velada. Los segundos son catalogados como aburridos, tristes, antipáticos, estúpidos y/o malos compañeros, y con toda seguridad serán objeto de murmuración, befa o crítica. Tal vez se les mencione con las copas entrechocando, pero entre miradas displicentes y deseando que les venga lo peor en el año en ciernes.

Para quienes se quedan en casa la noche marcada en rojo en todos los tablones de anuncios, viendo una serie en lugar de confraternizar con sus colegas, y reciben por ello la repulsa general, la justicia tiene una buena noticia. La justicia de Francia, cabe aclarar; la nuestra anda lacrimógena últimamente e incapaz de emitir una sentencia con algo de alegría. El Tribunal de Casación galo ha dado la razón a un empleado despedido por no querer participar en la agitada vida social que convocaba su empresa, una consultora. Considera su expulsión nula. La compañía había alegado que le echaba por «incompetencia profesional» al negarse a asumir «los valores de diversión corporativos», y defendía que el enfoque «divertido» de su gestión de los recursos humanos era imprescindible para la creación de equipos, la forja de estrechas relaciones laborales entre los trabajadores y, por ende, para que el negocio marchase viento en popa.

Pero no hay que ser chisposo por narices. La misma ley que ampara la desconexión laboral, los excesos horarios o cualquier otro riesgo para las personas, protege a los rancios de quienes entienden que cualquier momento es bueno para hacer un sabroso paréntesis. El denunciante francés, que ocupaba un cargo directivo, acabó harto y rechazó seguir asistiendo a los múltiples saraos que convocaba la firma, fuera del horario laboral e incluso los fines de semana. Según el juez que le ha respaldado, las actividades programadas para hacer piña y crear lazos indestructibles entre colegas tenían un marcado cariz intrusivo y estaban enfocadas sobre todo al consumo de alcohol, una amenaza para la salud. Al hombre le habían obligado a compartir cama con otro empleado en una salida, a bailotear imitando relaciones sexuales o a dirigirse al prójimo en la oficina con motes cachondos, un infierno jaranero. Y cuando dijo basta, ya no soporto más todo este frenesí de buen rollo, la fiesta permanente y la política del «fun and pro» (gracioso y profesional), le enseñaron la puerta. Los múltiples eventos que invadían las agendas personales de la plantilla supusieron «promiscuidad, intimidación e incitación a diversos excesos», anota la sentencia. Así, queda recogido el derecho laboral a ser un poco más aburrido que la media, sin represalias si uno se niega a ir al paintball, a la paella en casa de tal o al tardeo de los viernes. La necesidad de expresarse lo justo también está amparada por la libertad de expresión. Que nadie critique en la cena de Navidad al soseras que se ha quedado en casa por no saber vivir la vida: el francés «no divertido» le pide una indemnización de 461.406 euros a la consultora, y entra dentro de lo posible que sea él quien ría el último.

*Periodista

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