Opinión | ESCENARIO

Escenas

La semana pasada, con un lluvioso puente de tres ojos, habrá dejado rastro en nosotros. En unos, por viajeros; en otros, porque se habrán dedicado a compras, celebraciones y preparativos navideños. Como mi primera actividad diaria de obligado cumplimiento es pasear a Kira, suelo ser testigo de escenas que no vería si me quedase en casa, en vez de echarme a la calle, a deambular por el jardín, en compañía de una perra a la que no le gusta nada que llueva, y eso que los teckel, aunque pequeños, son cazadores; y a Kira, que sigue los rastros divinamente y cuando estamos en el campo no hace más que traer camisas de serpiente y pájaros muertos, en cuanto caen cuatro gotas, busca refugio bajo las cornisas y empieza a tirar de la correa, deseosa de volver a casa.

En uno de estos paseos, veo una chica joven que lleva de la mano a dos niños -cuatro y cinco años, probablemente- protegidos con impermeables amarillos, que se acerca a la puerta cerrada de un taller de arreglos de costura. Lee el cartelito colgado en el cristal y en voz alta, sin dirigirse a nadie, solo para sí misma, suelta un decepcionado y expresivo: «¡Ea, a tomar morcilla!», antes de dar media vuelta y recorrer el camino inverso. Me acerco con curiosidad a mirar el aviso; nada, que se han trasladado a otro local. En el jardín un hombre, ayudándose con el paraguas, trata de hacer caer alguna naranja, y en la esquina, dos mujeres mantienen un animado debate sobre el remojo de las migas. Ellas y la lluvia provocan en mí un deseo irresistible de hacer migas.

Inmediata y telefónicamente, convoco a los íntimos, que aceptan enseguida. Dejo a Kira en casa, con gran alegría por su parte, y me lanzo a buscar el pan para las migas, que milagrosamente encuentro, la panceta, el chorizo y los pimientos; ajos tengo de sobra. Me gustaría añadir sardinas al repertorio, pero es lunes y no me fío; como mucho, tendrán que ser de lata. Me aplico al remojo de las migas. Antes de acostarme, uno de los convocados me llama y pregunta: «¿No te habrás olvidado de los rábanos?» «¡Qué va!», miento. No tengo ni un rábano. Tardo en dormirme pensando en ello. Menos mal que por la mañana, día de la Constitución, la frutería de abajo está abierta. Pregunto a Miguel, el frutero, si tiene rábanos y me llevo los dos últimos manojos que le quedan. Le pido también una caja de madera para que prenda bien la candela. Miguel me ha salvado las migas.

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