Opinión | Dame fuego

Conducta inapropiada

En una de mis esporádicas consultas a toda clase de inquietantes publicaciones de psicología me he topado más de tres veces ya con una expresión verdaderamente contradictoria, sin sentido ni esencia: «conducta inapropiada». Quizir: si todo el mundo con oficio se detiene un segundo a pensar en lo que está y lleva haciendo desde hace años, mecánicamente, se sorprenderá de lo «inapropiado», desde cualquier punto de vista, que resulta empaquetar productos «de recreo» junto a una cinta transportadora, o cortar el césped ad infinitum, o lidiar con montañas de burocracia en un despacho y hasta conducir un autobús vacío o escribir libros o diagnosticar patologías mentales sin dejar de levantar pesas, cuando no correr en círculos «profesionalmente» de igual manera que se cantan coplas, un día y otro, y no digamos si para terminar la jornada se instala uno frente al mayor de los numerosos televisores que pueblan su choza y le grita a los muñequillos que allí aparecen vestidos de políticos o futbolistas, o adquiere un perrito o un nuevo no-teléfono a plazos porque «hay que» hacerlo, y ya ni te cuento si uno permanece enfrascado en su no-teléfono las dieciocho horas y duerme con él bajo la almohada las otras seis intercalando pausas para echar un último vistazo a la compartida foto de la presa ibérica que su cuñada se zampó el domingo en Casa Conchi.

Una conducta inapropiada, bajo mi sedicioso y aguafiestas punto de vista, podría muy bien ser la de un matrimonio cuyos integrantes «conviven» (eufemismo por «luchan»: siempre hay uno que aguanta y otro que da caña; el tiempo lo hace mutuo) cuarenta o cincuenta años bajo el mismo techo y simples motivaciones de supervivencia. Y no me resultaría tan inapropiada tal conducta si no sobrevivieran en continua, infantil bronca del más ridículo origen y, lo más fuerte, si no mantuvieran semejante rutina ya desde el segundo año, allá lejos, hace ahora cuarenta y ocho. Aquí late y percute una patología de altura, señoras, neurosis marital dinamitera, como mínimo, manía persecutoria y por lo común polimedicación y abuso de bollería industrial asociada, todo abiertamente constatado por vecinos y familiares, que conocen y aceptan, lo cual implica otra conducta inapropiada, la de estos últimos.

El ingeniero o lo que sea, con su titulación, prestigio y probada eficacia, que dirige, al frente de un nutrido ejército de profesionales, una gigantesca tuneladora, no-piensa en un sentido no ya profundo, sino medianamente humano (y hasta práctico) lo que está haciendo. Su cacharro se abre camino en las entrañas de la Tierra en nombre de una loca abstracción apodada «progreso», y vaya si progresa adecuadamente, oh sí, la tuneladora gigante, horadando la sierra y más allá con el más profundo, largo y caro túnel de la historia, que acogerá millones de «desplazamientos» (¡qué cosa, tú!): dentro y fuera, aprisa, igual que hormigas pero sin criterio ni instinto, a lo loco, transportando de aquí a allá nuevos materiales para, digamos, confeccionar otra flamante tuneladora mientras se disparan el precio de la leche y las cotizaciones de armamento, vacunas y tuneladoras. Los artífices de este delirio parecen obedecer a una «misión» solo equiparable en celo y ceguera a la de un Hernán Cortés: oro y gloria, conquista, control, el mismo control por el cual luchan, a toda escala, miembras y miembros de matrimonios y demás fórmulas, que no se aguantan ni saben lo que quieren. Y en medio, lejos de la norma y lo «adecuado», aguantan muchos de los pacíficos, mal llamados «enfermos mentales», lógicas víctimas de un mundo de auténticos locos. Vaya una trampa, la de los diagnósticos.

Suscríbete para seguir leyendo