Opinión | EL TRIÁNGULO

Esas ciudades de provincia

Existen ciudades para todos los gustos, pero a mí me gustan las ciudades de provincias con sus cosas buenas y sus cosas malas. Con su río eterno y su sonrisa malvada, con su mediocridad y su increíble grandeza y con esa forma sutil de decirte sin nombrarte que no mereces la pena. Las ciudades de provincia son una sopa a medio hacer, un helado congelado sin fresas ni sobremesa, algo así como una casa que nadie se ha encargado de recoger o un equipaje que no facturas porque desconoces el destino. En las ciudades de provincias pasan las mismas cosas que en las otras ciudades que no son de provincia, porque todas tienen su centro, su milla de oro, sus barrios, sus detractores, sus amantes y su querido equipo de fútbol.

En las ciudades de provincias a veces no sale el sol, porque todo brilla alrededor de la capital que anula y destruye lo deslumbrante de esa pequeña ciudad que se encierra entre el «buenos días» y el «buenas tardes» y que casi no sabe acariciar al «buenas noches». En las ciudades de provincia hay tristeza y lágrimas y nombres que se dimensionan de forma gratuita y otros que se ocultan por cosas de la maldita envidia, pero también hay risas al atardecer y amigos y un trozo de dolor cuando la vida y la muerte se evidencian y concluyen disyuntivas. A veces las ciudades de provincias no saben verse fuera de ellas mismas y ese es su peor castigo, ya que en ese instante se hacen malas y quieren ser como la capital y se comportan como ella obviando que su casa sigue a medio recoger y su destino es una incógnita entre tantos destinos posibles.

De las ciudades de provincias me gusta la prisa sin prisa y el aroma de las casas abiertas; también me gusta leerlas en los nombres de sus calles que, sin saberlo, son parte de su historia derribada e inconclusa que se hace día a día, minuto a minuto. Las ciudades de provincias tuvieron su gloria y su fracaso y hoy casi son inexistentes en ese barullo globalizador que hace que todo se parezca tanto a todo que ya nada tiene personalidad ni gusto. Pero hay algo que las ciudades de provincia conservan de forma inalterable y es su clasismo, que sortea los años y así de forma bochornosa aprenden a señalar desde una parcela tan pequeña de poder que resulta casi irrisoria.

Dicen que en las ciudades de provincias todos se conocen y eso no es cierto, porque conforme la ciudad se agranda, el anonimato se apodera de los rostros y de los nombres y eso es algo que, aunque inquietante, es discretamente tranquilizador. En las ciudades de provincia viven ogros y hadas y nombres de niebla y seres de luz que hacen de ti, ciudad de provincias, un lugar para soñar.

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