Opinión | TRIBUNA ABIERTA

‘Barulho’

El Congreso está ultimamente lleno de verborrea hiperbólica e insultos zafios lanzados a gritos que parecen tener vida propia

Es imposible sustraerse en estos días a las broncas del Congreso. Esa verborrea hiperbólica, plagada de insultos zafios lanzados a gritos que parecen tener vida propia, se cuela entre las grietas de mi mente una vez cerrado el periódico o apagado el televisor. Tal vez su objetivo sea ese: infiltrarse en nuestras cabezas, colonizarlas y perdurar.

Sé que no es una conducta nueva. Aún recuerdo la sorpresa cuando vi por primera vez a los diputados de un partido de la oposición patear, gritar y aplaudirse a sí mismos al considerar que habían colado un gol al diputado del partido del gobierno al que dirigían sus insultos. Eran los años noventa y entonces pensé que se trataba de una moda ridícula y pasajera, un ataque de infantilismo que los retrotraía al patio del colegio. ¿Fue entonces cuando la crítica política fue ganando en agresividad a la vez que perdía la elocuencia que, quiero creer, había tenido antes, aunque durara poco? Quizá, y no fue algo transitorio, permanece asomándose con más intensidad en momentos concretos y, en los últimos meses, se ha instalado como una nueva epidemia que se extiende a través de los medios y las redes sociales. Sé que la crítica ha de ser combativa, incluso agresiva, pero ¿no podría ser también inteligente, sutil, elegante y con finura, la ‘finezza’ de la que hablaba Andreotti? Parece que no. Y se contagia.

Contagio. Esa palabra me ha conducido a ‘Tomás Nevinson’, la última novela de Javier Marías que leí, y disfruté, el último verano, sin pensar que también iba a ser su última novela. En ella, un agente del servicio secreto británico le recuerda al protagonista -cuando intenta convencerle para que vuelva al servicio activo- algo que los aspirantes a espías debían aprender a detectar en sus objetivos. Resumo: el odio es contagioso, la crueldad es contagiosa, la estupidez es contagiosa, la fe, que rápidamente se vuelve fanática, es contagiosa y la locura es contagiosa. ¿El antídoto? La risa, que también es contagiosa.

Si el antídoto para el odio, la crueldad, el fanatismo, la estupidez y la locura es la risa, ¿por qué cuando oigo esos discursos, esos monólogos que no esperan réplica, solo puedo esbozar una mueca nerviosa que nunca neutralizaría nada? Y eso que soy de risa fácil, pero lo que provocan en mí es un apremiante deseo de huida, de escapar del vocerío y ese deseo es superior al de reírme.

Y aunque sé que huir es de cobardes y que no podemos dejarles el patio del colegio a los matones, fantaseo con hacerme portuguesa. No sé si allí el clima político es más calmado, como el ambiente de sus ciudades cuando las visito, pero los portugueses siempre me parecen menos arrogantes y más amables que nosotros, como si conservaran una urbanidad, una forma de respeto al otro, que a este lado hemos perdido. Desde Portugal podría mirar a España a mayor distancia y la distancia previene el contagio. Y si también me encontrara con fanáticos de banderas y creencias sería una extranjera eximida de tanto deber patriótico. Más distancia. Igual es solo una fantasía, pero -como decía Castilla del Pino- la fantasía es un excelente mecanismo de protección del sujeto.

Por lo pronto, he empezado a estudiar portugués, una lengua dulce de sonidos suaves. Si no lo creen, prueben y vean. Pronuncien la palabra de la que estamos hablando: ruido. Empezamos sacando el aire por la boca, que sale forzado, arrollando (rui) para detenerse súbitamente (do). Sin ‘finezza’. En cambio, cuando los portugueses dicen ‘barhullo’, que significa lo mismo, no fuerzan el aire, apenas separan los labios, no empujan, lo dicen suavemente, con amabilidad. ¿Han visto? Es imposible acalorarse, gritar y abrirse la chaqueta para sacar pecho.

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