Opinión | LA CLAVE

Pasos de cebra

La ciudad no es para mí, como podría decir Paco Martínez Soria, mientras peleaba con los escalones de la escalera mecánica de unos grandes almacenes. La ciudad no es para mí, podríamos decir todos los paseantes, los que salimos sin rumbo fijo a patear las calles por las mañanas o al anochecer, para mover al mismo tiempo la cabeza y el corazón. 

También podrían confesarlo las personas mayores, los que avanzan a duras penas esquivando obstáculos sobre una silla de ruedas o unas muletas, los niños y cualquiera que crea firmemente en que los pasos de cebra sirven para algo. Ya van unos cuantos accidentes, no de madrugada, y no todas las víctimas son ancianos desvalidos o despistados adolescentes pegados a unos cascos. 

Más que de las víctimas habría que trazar el perfil de los conductores y revisar la iluminación de algunos pasos de cebra que parecen brotar de la nada y acabar en la nada como pasajes mágicos, a veces tapados por setos. 

No hace falta acabar en el hospital para darte cuenta de que andar por las calles se ha convertido en deporte de riesgo. Yo, que me levanto a la hora de las multitiendas, y salgo a andar cuando apenas clarea el día, voy con mil ojos, sin la despreocupación con la que antes iba hilvanando principios de relatos, explicaciones de clase o dando vueltas a recuerdos para convertirlos en hilo narrativo, o sea, moviendo a la vez la cabeza y el corazón, como decía al principio. Los coches van muy rápido, los ciclistas, a veces, también. Nadie respeta el ámbar de los semáforos si el de peatones está en verde. 

En los lugares en que el sol deslumbra a los conductores, estos no frenan sino que esperan en una especie de pensamiento mágico que tú los verás antes a ellos y cruzarás rápido hacia la salvación del otro lado. Y así pasa, que el paseo tranquilo se convierte en una carrera de obstáculos entre frenazos bruscos con el guardabarros a la altura de tus rodillas, gritos y gestos de enfado, y saltos de longitud para llegar a la salvación que merecerían alguna medalla olímpica. Y encima te insultan. O lo peor, te hacen un gesto de disculpa con la mano, cuando han pasado a mil por hora, como diciendo, te he visto, pero no me ha merecido la pena parar. Mira qué prisa llevo, no como tú, desoficiada urbana sin otra cosa que hacer que dar vueltas por las calles. La solución no pasa por peatonalizar la ciudad entera, sobre todo porque los coches son necesarios y el transporte público al igual que las furgonetas de carga y descarga. La solución consiste en iluminar los pasos de cebra semiescondidos, en quitar el ámbar de los semáforos que nadie respeta, y en concienciar a los peatones de que también es responsabilidad suya no ir despistado. 

Pero lo más importante es educar a quienes se ponen al frente de un coche para que comprendan que no pasa nada porque su hijo ande un metro para llegar al colegio, y que no hace falta taponar la calle en doble y triple fila, y que tampoco pasa nada por ir a veinte cuando te lo indican o conducir con mil ojos para no atropellar a quienes van más lentos, o más cargados o con cochecitos de niños. Que la ciudad no es para mí, sino para todos. Y que cuando te bajas del coche, también tú eres un peatón. Así que, el gesto de disculpa cuando te has saltado el paso de cebra no deja de ser una imbecilidad, un te he visto pero no me ha dado la gana pararme, una señal de prepotencia, de egoísmo y también, por qué no de ser idiota, en el sentido etimológico de la palabra.

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