Opinión | COSAS

Campanas

La campana es un atributo de la Navidad y una inspiración recurrente de villancicos

Los sentidos son la primera línea de supervivencia de cada especie frente a la naturaleza. Para los humanos, además, han sido una pieza esencial para conformar su código identificativo. De hecho, la intrahistoria no es sino una ligazón de colores, sabores o texturas que han ayudado a burlar del olvido el fuego prometeico. También el oído atesora un arsenal de evocaciones.

La UNESCO acaba de declarar el toque manual de campanas español como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Una noticia bien recibida, salvo para aquel pejiguera que por vía judicial instó a paralizar el tañido de la iglesia para no perturbar sus vacaciones rurales, demanda que debería haber hecho extensiva al canto del gallo.

El mundo cabe en una campana, y no solo en la de Gauss. La mayor simbología del poderío bélico de Al-Andalus fue el saqueo de las campanas de Santiago con la que Almanzor quería enmudecer a ese referente de la cristiandad. Filadelfia no se entiende sin su campana de la libertad, unos repiques indisociables a la declaración de Independencia, lo cual la llevó a pasearla como un exvoto por muchas ciudades norteamericanas. Su quebrada fundición la dejó varada, igual que el olmo hendido de Antonio Machado.

Se asemejan en su tamaño a la condición humana. Las más grandes atiplan mansedumbre, y solo en las catástrofes vocean su fiereza. Son las pequeñas las más levantiscas, las que llaman al orden como un adminículo de la jerarquía. Sin ir más lejos, en Italia el traspaso de poderes no se simboliza en una cartera, sino en la campanita que se entregan los Primeros Ministros.

La campana visualiza cielos arrebolados. Huele a leña y también al heno de las vaquerizas. Era el morse que complementaba el alfabeto de los capiteles de los claustros románicos, imagen y sonido para suplir una letra que no entraba con la sangre, simplemente porque primaba el analfabetismo. Tocar a rebato es una reminiscencia de aquellos repiques que llamaban a empuñar horcas y azadas, bien para combatir un incendio, o para defenderse del enemigo. La campana, tan rural, es un oasis recoleto en las ciudades. Indisolublemente asociada a las cigüeñas y a las espadañas; y acaso a los huevos que se ofrecen en el torno para que tañan un feliz matrimonio.

La campana es un atributo de la Navidad y una inspiración recurrente de villancicos. No se acota a estas fechas su referente como banda sonora. Entre la ‘Campanera ‘de Joselito y las Mil ‘Campanas’ de Dinarama se acota todo un periodo de nuestra historia reciente: de esa España radiada que olía a fatigas y agua de la plancha, a aquella otra santificada por el trasnoche y excitada por los botes de humo de las reconversiones.

Mención aparte del feliz reconocimiento de la UNESCO, cuando suenan campanas mentamos una aterciopelada versión del ruido de sables. Bien está sustituir las empuñadoras por los badajos, pero el orden político está alcanzando unos niveles de improperios y descalificaciones insoportables, que no los remedia ni una campanita en el hemiciclo. No es de recibo mantener ese clima de confrontación permanente, como si algunos parlamentarios quisieran vivificar a Ingrid Bergman y Gary Cooper en ‘¿Por quién doblan las campanas?’ Más fácil que tender estas líneas hacia el consenso, sería anhelar que España en el Mundial diese la campanada.

 ** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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