Opinión | HISTORIA EN EL TIEMPO

Descatalogado

En innumerables ocasiones, el término alude a una justa decisión ante el fracaso real de un libro

Ningún vocablo quizás más terebrante a los oídos de los ‘lletraferits’ de raza, es decir, de los escritores de amor y pasión inembridables por el recado de escribir que el susomentado participio. En innumerables ocasiones, el término alude a una justa y comprensible decisión de empresarios y editores ante el fracaso real, incontestable de un libro que no ha conseguido imantar el mínimo interés del lado del público para hacerlo razonablemente rentable desde el punto de vista económico. El mundo editorial no es una ONG; antes al contrario: un auténtica jungla de miras y objetivos mercantiles en la que las reglas del más desalmado egoísmo encuentran a menudo su medio más natural y apropiado. Mas también en otras tesituras, la precaria o escasa audiencia lectora responde a causas de la desmaña o torpeza de unos editores excluidos de toda crítica por parte de sus indefensos o inermes autores. Con buido olfato e inteligencia superior, el hombre de letras acaso de fisonomía más completa de todo nuestro culturalmente admirable novecientos, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) dio a la luz inolvidables páginas acerca de la ineludible obligación del escritor de aquistarse su voluntad si realmente aspiraba a la gloria o, más a ras de tierra, a la simple subsistencia artística, la razón última de sus existencia en múltiples ejemplos.

Pues, verdaderamente, al margen de explicables egocentrismos y del hipertrofiado culto al yo profesado por un número en extremo elevado de escritores y ‘lletraferits’, no poca porción de sus integrantes son mujeres y hombres de vida normal, empoderados por su oficio, que reciben o leen la descatalogación de sus obras más queridas como auténticas catástrofes individuales. Dignos del mejor trato por su incondicional entrega al mundo embriagador de la creación literaria, de poner negro sobre blanco ideas y pensamientos, descripciones y evocaciones del más variado tenor, pero siempre de arrebatado ‘pathos’ por su difusión e influjo en un público tan desconocido como anhelado, el excruciante término de «descatalogado» podría tal vez suplirse o enmascararse con conceptos o palabras más edulcorados que, al menos, paliasen su efecto devastador en conciencias y talantes, incursos tan solo en el disculpable yerro de creer por encima de casi todas las cosas -nobles o baladíes, obscuras o luminosas- en el poder de los libros para hacer del mundo un solar estimulante y generoso, como desearon férvidamente desde que la escritura apareciera los espíritus más alquitarados.

** Catedrático

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