Igual que a Di Stéfano o a Kubala, o a Johann Cruyff y ahora a Benzemá en el fútbol, en la literatura y en la vida todos queremos a Luis Landero. Es una alegría unánime su Premio Nacional de las Letras, porque él es un premio, es nacional (es decir, de todos, es público como los tienden a ser las buenas personas) y es literatura.

Un escritor rabiosamente literario, alguien que nunca se ha vendido por las pepitas engañosas del mercado, sino que ha ido haciendo surcos y surcos sobre una tierra a la que, además, ha dedicado una pasión poética que nunca fue frío o nieve sino calidad, exigencia.

Es un campeón mundial de la exigencia, desde que escribió (y luego publicó a duras penas, y porque TusquetsBeatriz de Moura, estuvo al quite), Juegos de la edad tardía. Aun con la guitarra y otros útiles de ligar (entonces), aquel joven larguirucho al que la vida retrató junto a su abuela o a su madre, frutos principales de sus inspiraciones, se empeñó en una escritura que no tuviera que ver con otras, sino con lo que le salía de la garganta del alma.

Una literatura que, a pesar de que se pegara a la tierra (¡y a los balcones!), a la niñez y a los libros, jamás fue una dedicatoria al campesinado, pues siempre, desde que era joven y publicó aquel primer trallazo (del que avisó Rafael Conte, no se olvide), lo suyo fue consecuencia de la lectura de otros, como dejó dicho mucho después en obras de arte tranquilas, y suculentas, como El huerto de Emerson.

La suya es una literatura propia, nada más que propia. Que no le busquen pertenencias, pues Landero es de Landero, y por eso ha prendido como fruta recién nacida, aunque sus libros ya hayan sido mojados por los diversos diluvios que han conocido sus viajes por las ferias y por las librerías.

En un tiempo también, queda dicho, tocó la guitarra, sedujo; no cambió el humor a pesar de otros pesares, pero tampoco se despojó de ese niño mayor que fue creciendo con él, que le ayudó a veces a entender lo oscuro, que tuvo cerca a Coté, su mujer, para hacer definitivamente habitable y feliz ese paisaje que es su casa de la calle Trafalgar, en Madrid, que es, si me permiten, también una consecuencia de cómo es este matrimonio.

Unos detalles. La casa está como abierta, también para los vecinos; en la vecindad de árboles está Olavide, que se ve desde el balcón (balcones siempre: El balcón en invierno es, me parece, su libro más feliz) del cuarto piso. El ascensor hace como que canta jazz, y al llegar a la casa no se oye un ruido, ni nada, caminan por allí como suelas aéreas, hasta que se abre la puerta y todo es luz, como ellos. Y es luz la biblioteca (Borges hubiera dicho: “Una biblioteca fatigada”) y el lugar común donde se deposita su paciencia inteligente es la mesa, madera pura, larga como un regalo para escribir, y allí habla y habla y habla, mirando hacia afuera o hacia nada, como si de pronto fuera a la vez el niño, el ayudante de los campesinos, de nuevo el adolescente, y al fin Landero, que levanta la cara hacia tus ojos y te pregunta: “¿Por dónde íbamos?”, y se mata de la risa.

¿Alegría por su literatura? Esta unanimidad con la que ahora se recibe el premio que merece no es un accidente, algo que cualquiera merece en la gloria del momento. Este es un escritor muy especial, alguien fuera de lo común. Es como Di Stéfano, y esto no es decirlo todo. Una saeta que ha venido a ayudar a la literatura, a los lectores, a tener un lugar en el que celebrar el triunfo de leer, en cuya liga es un maestro, un muchacho que cuando ríe también está pensando por dentro.