Diario Córdoba

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Manuel Piedrahíta

El Halloween y la muerte real

Todos los años hago lo mismo al comienzo de noviembre. Voy al cementerio el Día de los Difuntos, donde reina el silencio y la paz. Los míos quizá no fueron tan santos, pero ciertamente son difuntos. La mayoría de las personas prefieren ir al cementerio el Día de los Santos y piensan que sus antepasados merecen tener también su Día. Los rememoran con rezos y flores. Yo prefiero las pequeñas velas; me traen el recuerdo de las «mariposas» flotando en aceite que emite luz eterna. La luz que ilumina el alma de los difuntos. Recuerdo la costumbre de las tres misas de Réquiem, una de tras otra, oficiadas por los sacerdotes. Los fieles cristianos participaban en el mayor número posible para aplicarlas a sus difuntos. Queda sólo en la memoria el monótono tañer de campanas. Con razón José Jiménez Lozano decía que ahora «les es suficiente a los hombres meter una vela en una calabaza hueca y hacer bromitas con esqueletos, calaveras y funebridades». La moda importada, el Halloween, símbolo para el escritor de la disolución de los valores cristianos. Pese a las múltiples y ricas tradiciones que aquí tenemos, nos entregamos a las que nos imponen de fuera. El recuerdo de los seres queridos se convierte en una bulla carnavalesca. Si José Zorrilla se asomase a este mundo nuestro, preguntaría ¿Dónde está mi Don Juan Tenorio? ¿Dónde está Doña Inés del alma mía? La célebre obra que se estrenó el 1 de noviembre de 1844, poco interés tiene entre las nuevas generaciones. Prefieren la «marcha» multitudinaria y no nos extrañe que a esas concentraciones la muerte llegue realmente, no como una broma.

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