Opinión | tribuna abierta
La celeste aristocracia del Bien
En la evangelización alguien incorporó a los arcángeles los atuendos guerreros del siglo XVII
Creo que la primera vez que los vi fue en Los Ángeles adentrándome en los orígenes hispanos de la ciudad por la calle Olvera y por supuesto curioseando también por sus tiendecillas y establecimientos. Eran (y siguen siendo) unos arcángeles de vistosos atuendos, muy coloristas, con grandes chambergos emplumados y arcabuces en diversas posiciones. Por entonces aún no vivía yo en Córdoba, ni conocía el alma arcangélica de la ciudad. Así que, dados los sincretismos hispanoamericanos y que al fin y al cabo encontrar ángeles en Los Ángeles parece lógico, no les hice mucho caso. Años después, ejerciendo ya el periodismo en nuestra capital, volví a verlos en un inmenso local de souvenirs, cercano a la plaza Garibaldi, con ocasión de un viaje a México DF. Logré identificar un San Rafael arcabucero y otro con una gran alabarda partisana. Claro que porque bajo las respectivas imágenes había una etiqueta que así lo acreditaba. Simplemente con cambiarla podrían ser Uriel, Letiel, Salamiel, Oziel, Azrael, Baraquiel o cualesquiera otros apócrifos que no son pocos y también poblaban el anaquel. Menos mal que, por fortuna y con la misma estética de oropeles, pero con los elementos identificativos que son habituales entre nosotros, conseguí encontrar a Rafael con el pez y a Miguel con la espada. Pero de Gabriel ni rastro. Y son los dos que aún siguen alojados en la entrada de mi casa.
Mis colegas de comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) me contaron por entonces el origen de los arcángeles arcabuceros en la América virreinal y las características de la Escuela Cuzqueña desde la que se han ido extendiendo por todo el continente popularizando sus vestimentas y colorido. Y es que en el proceso de evangelización, y como integrantes de los ejércitos celestiales en su lucha contra el mal, alguien les incorporó --ahí es nada-- los atuendos de la aristocracia guerrera del siglo XVII «con toda clase de encajes, brocados, mangas abullonadas, sobreros chambergos llenos de plumas, valona al cuello, casaca y chaleco, medias manchegas y zapatos con lazo». Amén de con poses y actitudes sacadas de los libros de ejercicios de armas de la época.
Y es que la iconografía del Custodio es variada y esconde algunas curiosidades. A divulgarla ha venido a contribuir un libro del cronista de la ciudad, Julián Hurtado de Molina, presentado no hace muchos días en la Academia, que incide de modo muy completo, con letra e ilustraciones, en el tema. Así podemos conocer que, con el nombre de Israfil, los musulmanes lo representan sobre una roca de Jerusalén a punto de tañer una trompeta como uno de los siete encargados de anunciar el Juicio Final. En el ‘Libro de Tobías’ San Rafael se manifiesta como uno de los siete que tienen presencia ante el Señor (y a ellos les atribuye tal cometido el Apocalipsis).
No muy conocida es también su relación con la Marina. En Venecia una estatuilla suya, en una esquina del Palacio Ducal, recoge la petición de que mantenga tranquilo el golfo, mientras que en el Museo Naval de Lisboa se puede ver la imagen de madera que acompañó a Vasco de Gama en uno de sus viajes a la India. En el primero de ellos tres de los cuatro navíos llevaban los nombres de San Gabriel, San Miguel y San Rafael. De los tres volvió solo el primero. Y varios barcos de guerra españoles llevaron su nombre en los siglos XVIII y XIX. Al Custodio también se le ha representado en tierras americanas portando la Sabana Santa con una réplica digital de la cual convive en la Iglesia del Juramento. No en vano el templo alberga el Cristo de la Universidad que reproduce la imagen recogida en la Sindone de Turín.
Famoso hizo sin duda San Rafael a Tobías y viceversa, pero el diablo también tiene su vela en esta historia. Asmodeo, el asesino de los primeros maridos de Sara con la que Tobías acaba casándose y al que hace huir quemando el corazón y el hígado del pez, es sujeto también de menciones de todo tipo. Se cuenta en el Talmud que Salomón lo hizo prisionero para que le ayudara a levantar el templo de Jerusalén, en las leyendas artúricas incluso se le atribuye la paternidad de Merlín y como demonio malo malísimo aparece en el cine y en novelas y series de terror. Pero en la literatura lleva su nombre el diablo cojuelo de Alain René Lesage en la versión francesa de la famosa sátira que, sesenta años antes, escribiera Luis Vélez de Guevara. Aunque más bien habríamos de hablar de un homónimo, juerguista y burlón, del demonio bíblico liando de mil modos al estudiante Don Cleofás Leandro Pérez Zambullo. En los textos se dice que fue de los primeros en rebelarse contra Dios y en caer al infierno. Lo malo es que todos los demás le cayeron encima dejándolo «estropeado y señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos». Menos mal para él que, a efectos de amparo, el estudiante no era de Córdoba ni se llamaba Rafael.
* Periodista
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