Opinión | CIELO ABIERTO
De difuntos a santos
Venimos de la nada y a la nada vamos, pero tras haber dejado las huellas de unos pasos en la tierra
La forma en que lidiamos con la muerte suele ser la primera construcción literaria que antes o después tenemos que afrontar. De pronto el niño sabe que en algún momento todo cuanto amamos también se apagará, y que nosotros mismos somos también el ritmo acompasado de un reloj que guarda una extensión propia para cualquiera de nosotros. No tiene explicación, o tiene tanta como el mismo nacimiento: venimos de la nada y a la nada vamos, pero tras haber dejado las huellas de unos pasos en la tierra. Antes de nacer apenas somos una promesa transparente de vida, su adelanto con fulgor extraño, la posibilidad de acompañar el temblor que hubo antes. Lo que queda después es el legado. Pero todo resulta demasiado raro si se piensa con profundidad: qué sería la vida sin muerte, sin sus límites vagos o concretos. Se lo dice Aquiles a Briseida: los dioses nos envidian, porque la inmortalidad no solo los libra de la muerte, sino del espejismo --para ellos-- de la plenitud. Solo sabiendo que algo acabará podemos disfrutarlo con un goce infinito. Somos ese segundo, esa extensión en marcha de una vida. La escena anterior transcurre en la ‘Ilíada’; pero es en la ‘Odisea’, al visitar el Hades y conocer la muerte de su madre, cuando Ulises se encuentra, precisamente, con el fantasma de Aquiles. El gran héroe que ya ha conquistado la inmortalidad, representada en la memoria colectiva, confiesa a Ulises que daría un solo minuto de su tiempo de vida, volviendo a ser un hombre con tejidos y aliento, y con riesgo de morir, antes que seguir siendo un monarca de las sombras. El propio Homero cambia --quién fue Homero, cuántos Homeros hubo, si es que no somos todos Homeros que transitan ese mismo abismo de los héroes caídos-- de postura: de preferir la gloria a una vida plena, Aquiles pasa a desear vivir un solo instante como hombre antes de seguir entre los muertos. En Homero está todo, hasta la muerte: pero no solo la representada en el retablo de cada guerrero troyano o aqueo, caídos frente a Troya, sino también en ese precipicio moral que es pensar en la muerte y tratar de entenderla, contraponiéndola a esa gran belleza, cegadora y pasajera, de unos momentos de felicidad.
Estos días pienso más en el Don Juan Tenorio de Zorrilla que en tumbas que se abren en la oscuridad. Las calaveras y las calabazas de plástico me evocan solamente todas esas vidas que quedaron atrás, las cimas que alcanzaron, las profundidades de sus precipicios y si sobrevivieron a ellos, los surcos en la arena de voces invisibles que se perderán. Veo a Don Juan Tenorio escalando ese muro con la espada cruzada sobre su cinturón, entrando en el balcón de Doña Inés. Veo cada representación que ha tenido lugar cada Día de los Difuntos, del mismo modo que el acto final de la obra tiene lugar el Día de Todos los Santos. Cada 31 de octubre pienso en el dilema íntimo de Don Juan, de la carne al amor y de la conquista al sacrificio, de la arrogancia a la generosidad. Incluso me pregunto cuántos de esos estados de gracia o de caída he transitado, qué muros también he ido escalando mientras buscaba mis propias recompensas y la vida trenzaba unas cuantas sombras para atrapar mi paso. De difuntos a santos poblaremos la tierra porque todos morimos un poco cada día para permanecer, y nos vamos dejando en el camino esos restos ajados que una vez envolvieron nuestra hondura. Veo a Errol Flynn, que en la película ‘El burlador de Castilla’ recibió ese nombre, para nosotros raro, de Don Juan de Mañara --porque mezcla el personaje literario, Don Juan, con su trasunto real, Miguel de Mañara-- y creo que nadie como él transitó los filos de la muerte desde ese mismo vértigo insondable, hasta su desenlace, antes de ser leyenda y de acabar congelando su sonrisa.
Todo esto es literatura, es recuerdo y es vida. El principio y el fin es lo que marca el único contorno de una historia. Somos narraciones en marcha, sus episodios más o menos perdurables, esas frases que alguna vez dijimos y las que aún podemos recordar, los cuerpos que palpitan con palabras secretas, el idioma que muere cuando muere un amor. Somos todo eso y más: el infinito dentro de dos fechas. Hoy no pienso en la muerte, ni tampoco en santos ni en difuntos: pienso en la siempre renovada vida, en su esplendor de luz, en el milagro único y tangible de una respiración sobre el tacto salobre. Antes o después todos caemos, pero tocamos cierta plenitud antes de que Aquiles y todos los dioses nos envidien por haber gozado ante la conciencia de un final.
* Escritor
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