Diario Córdoba

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José Zafra Castro

‘¡Maniáticos!’

Solo cuando nos sabemos parte del problema, podemos esforzarnos en buscar alguna salida

¿Recuerdan la escena final de ‘El planeta de los simios’? Huyendo de sus captores, el coronel Taylor se topa -medio enterrada en la arena de una playa- con la Estatua de la Libertad. Comprende entonces que se encuentra en la Tierra, que el planeta fue devastado por una guerra atómica, y que de sus ruinas surgieron los simios como especie dominante. Lleno de ira, impreca: «¡Maniáticos! ¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡Os maldigo!». Lo que me sorprende de esta invectiva contra los seres humanos es el uso que hace Taylor de la segunda persona del plural, como si él no fuera otro ser humano. ¿Desde qué lugar privilegiado maldice? ¿Por qué no se incluye a sí mismo en esa maldición? ¿Acaso posee una naturaleza diferente?

Hoy la guerra nuclear despunta de nuevo en el horizonte, así como otras amenazas que, de cumplirse, pondrían fin a nuestra especie. Son peligros de dimensiones tan colosales que parece que ninguno de nosotros pueda conjurarlos. ¿Imitaremos a Taylor y nos pondremos a injuriar a todo bicho viviente (menos a nosotros mismos)? ¿Es eso lo único que cabe hacer? Experimentamos una tendencia irresistible a dividir a la humanidad entre una inmensa mayoría de maniáticos y un reducidísimo club de personas sensatas, el cual presidimos. ¿Cambiarían algo las cosas si fijáramos esa frontera entre cordura y locura dentro de cada uno de nosotros? ¿Lograríamos evitar así que, en un futuro lejano, un descendiente nuestro tuviera que pasar el mal trago de enfrentarse a un Consejo Simio (o a un Consejo Avestruz, o a un Consejo Insecto-de-Palo, o a qué se yo)?

Ante estos desastres, tendemos a echar espumarajos de encendida repulsa moral: aborrecemos el capitalismo salvaje, pero adquirimos productos de importación sin pensar en las condiciones laborales en las que fueron fabricados; censuramos la antipolítica, pero -por miedo a ser tildados de políticamente correctos- contemporizamos con algunos de sus tics más obscenos; criticamos el negacionismo climático, pero cualquiera toma el autobús en lugar del coche, ahora que va a empezar a llover. Si fuéramos conscientes de que (en diverso grado: no se trata de diluir la responsabilidad de los distintos agentes en una tibia culpa genérica) todos contribuimos a gestar esos males, seríamos -aunque solo fuera para proteger nuestra dañada reputación- algo más ponderados en nuestras críticas, menos tajantes, más grises y anodinos. Pero también, creo, más eficaces. Solo cuando nos sabemos parte del problema, podemos esforzarnos en buscar alguna salida realista. Lo demás es regodearse en el berrinche de la propia indignación, tan «sagrada» como estéril.

*Escritor

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