Es cierto eso de que una imagen vale más que mil palabras, porque en ocasiones determinadas imágenes nos han explicado el caos, el horror y la mutilación, pero también nos han traído momentos de grandes triunfos para la historia y nuestra vida cotidiana, esa que se construye con retazos de las cosas que hemos ido hilvanando en ese inmenso faldón dentro del cual nos vamos haciendo mayores y viejos. Me gustan casi todas las fotografías, unas porque me hacen viajar en el tiempo a lugares que conozco y momentos que ya no recuerdo y otras porque me hacen viajar igualmente en el tiempo a lugares que desconozco y momentos que aún no he vivido. Pero sin duda las que más me gustan son todas aquellas que no he visto, bien porque aún no han sido tomadas o porque todavía no han pasado por delante de mis ojos. Me gusta el fotógrafo que ama París tanto como el que ama Barcelona o Nueva York; me gusta el fotógrafo que mira a las mujeres distinto y hermoso y el que graba en nuestros ojos la muerte inminente en la expresión de un anciano y el desamparo de un niño. Me gusta el fotógrafo que defiende el paisaje y lo torna invencible y el que sucumbe a la belleza, tanto o más como el que trae el sosiego tras tardes de bullicio. Me gustan todos los fotógrafos y todas las fotografías que son un momento que ya ha pasado, pero sigue estando porque en él continúa la lluvia y tu bondad y nadie sabrá qué hubo justo antes y qué habrá después. Me gusta mirarlas una y otra vez, como quien ve algo por primera vez, y detenerme en cada uno de sus ángulos y pensar que qué habría pasado de no haber retenido ese instante que quizá nos ayude a saber algo más de lo poco que sabemos cada uno de nosotros mismos.

Tengo un recuerdo que es casi como una fotografía y sin embargo no debería tenerlo, porque yo no tuve una máquina de hacer fotos y tampoco me gustaba exponerme ante los objetivos de los otros. Pero sin embargo en mi vida sí hay una fotografía que no retraté, pero existe en algún lugar: Son calles que albergan casas sin cristales en las ventanas y apenas muebles en su interior. Yo veo la imagen y pienso que no puedo ser vista porque es un sueño del que voy a despertar hasta que ella, la mujer de negro, sale por una de esas ventanas sin cristales y con crueldad me ofrece un mendrugo de pan que es como un corazón ensangrentado. No se escucha nada, ni siquiera mi llanto, mucho menos su dolor. Solo la fotografía. 

* Periodista y escritora