Opinión | COSAS

Aquí hay tomate

Las activistas tomateras han alcanzado una gran repercusión mediática

Decir de la condición humana sería muy pretencioso. Dejémoslo en el pensamiento occidental, uno de cuyos hitos ha sido asociar la consecución de derechos universales pretendiendo reducir la insidiosa carga del maniqueísmo. Las libertades se han reforzado intentando limar la rotunda carga de esa bipolaridad: el bien y el mal; el blanco y el negro; el conmigo o el contra mí. La democracia se mueve en ese juego de grises que desmonta convicciones simples y estereotipadas, al tiempo que intenta preservar principios inmutables que superen una falaz equidistancia.

Suele haber mucha confrontación dialéctica en esa dicotomía, motivada no tanto por ese idealista binomio acción provocación, sino por acartonados intereses personales. Y en ese zarandeo de controversias, la llamada de atención de extraños colectivos parece dirigido a enfrentar el arte con el hombre. Para captar la atención mediática, la semana pasada dos supuestas ecologistas traspasaron el cordón protector de los cuadros expuestos para lanzar sendos botes de tomate sobre una de las versiones de ‘Los Girasoles’ de van Gogh. Bastantes quebraderos de cabeza tiene el Reino Unido para que la National Gallery también sea ninguneada. Las señoritas tuvieron su mediático momento de gloria sentadas junto al lienzo supuestamente ultrajado. Y decimos supuesto porque aquel montaje tenía la traza de una performance con unos daños calculados gracias al blindaje del cristal.

Tomate tenía que ser. No es que recurriesen a la archiconocida de Andy Warhol, pero las activistas tiraron de ese rojo hortelano, el que lo mismo se asienta como icono de la modernidad como consolida una de nuestras fiestas más populares con el lúdico propósito de batallar a tomatazos. Sabían las detenidas la atenuación de la lesividad de sus daños porque un cristal las salvó de la campana y de una condena mayor. El mismo ‘modus operandi’ de un tonto la haba que meses atrás regó con pintura blanca el busto de la Gioconda. Claro que cualquier día de estos no habrá cristal ni paspartú y uno de esos movimientos que buscan notoriedad, lobos solitarios incluidos, rasgará una notoriedad sin blindajes y dañará de forma irreversible una obra de arte. No hay, por tanto, tanta distancia en el hecho material de quien hace unas décadas atentó contra la Piedad de Miguel Ángel o toda la horda de talibanes que dinamitó los Budas de Bamiyan. Claro que en el segundo caso la barbarie no se detiene en la creación artística. Y si no, que se lo preguntasen póstumamente al director del Museo Arqueológico de Palmira, un mártir que se jugó el pellejo como en su día lo hicieron los conservadores del Louvre o el Prado.

El arte también puede ser efímero y volátil, y hasta onerosamente autodestructivo, como esa tontucia revalorización de una obra de Banksy tras pasar por la trituradora. Sin contar con la rentables y mediocres buenas intenciones de la restauradora del Ecce Homo de Borja. No jueguen aquí a querer más a papá o a mamá; a someterse de forma carpetovetónica a elegir entre tu madre o la patria. Desde el punto de vista efectista, las tomateras han alcanzado una gran repercusión mediática. Pero con el tesoro de las grandes pinacotecas no se juega porque puede resultar carísima esa cuota de Andy Warhol de diez minutos de gloria.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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