Diario Córdoba

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Julio Llamazares

Descentralización

Julio Llamazares

La guerra de las provincias

Las provincias limítrofes de Madrid, convertidas en desiertos y en residencias de fin de semana

Pro vinci (para los vencidos) es como denominaron los romanos a cada una de las demarcaciones territoriales que iban creando a medida que conquistaban los territorios en los que vivían las distintas tribus de Europa. La etimología se difuminó con la historia pero su maldición parece seguir vigente a tenor de lo que todavía sucede: en países como España hay dos tipos de habitantes, los de la capital y los de las provincias, con distintos derechos a lo que parece.

La intención del Gobierno español de repartir por distintas zonas del país los organismos públicos de nueva creación (a descentralizar algunos de los existentes ya ha renunciado por su alto coste político y económico) con el fin de corregir las desigualdades entre unas provincias y otras que han hecho que algunas de ellas caminen hacia su desertización completa ha provocado la reacción de la capital, que se cree con el derecho de acaparar todo el Estado y sus beneficios. Nada de repartir con los demás. El Estado es nuestro viene a decir con su reacción la presidenta de Madrid, cuyo cacareado patriotismo se ve que es solo verbal, pues le parece mal que sus compatriotas de otras regiones tengan derecho a vivir también. Y lo mismo el alcalde de Madrid, cuya afirmación de que la ciudad que gobierna es la mejor aliada de la España vacía debería figurar en la antología de la comedia si no fuera un ejercicio de cinismo insoportable. Basta salir de Madrid para ver los beneficios que la capital aporta a sus provincias limítrofes, convertidas en desiertos y en residencias de fin de semana para los madrileños, porque sus habitantes se han ido todos a Madrid para poder tener un trabajo digno.

La Agencia Espacial Española o la de Supervisión de la Inteligencia Artificial son dos de esos organismos públicos de nueva creación que el Gobierno pretende llevar fuera de Madrid para disgusto de las autoridades madrileñas, que consideran que la administración del Estado les pertenece. Pero el problema no termina ahí. El problema continúa porque tanto las autonomías como las provincias que las integran se disputan entre ellas esa adjudicación en una muestra de insolidaridad que hace que la de Madrid con ellas parezca normal. Cómo se resolverá el asunto parece difícil de adivinar, pero uno imagina que terminará pasando como con todo en este país: que al final primará el poder político y quien más poder tenga se acabará llevando el gato al agua sin importar que sea lo justo o no. Para empezar, las condiciones que el gobierno exige a las ciudades que aspiran a acoger los nuevos organismos ya son discriminatorias, pues no todas las tienen y no por culpa suya precisamente. Si de lo que se trataba era de corregir las desigualdades entre provincias no se puede considerar las carencias inconvenientes, sino al revés, y, si lo que se pretende es descentralizar recursos y funcionarios, no se puede dejar la elección en manos de las autonomías, cuya tendencia a la centralización es en muchos casos mayor que la de Madrid, pese a que la critiquen luego. Que la guerra ha comenzado lo demuestran los enfrentamientos que ya se están produciendo entre las diferentes autonomías, incluso entre las que tienen gobiernos del mismo signo ideológico como Andalucía y Madrid, y, dentro de cada autonomía, entre las provincias y las ciudades que aspiran a recibir el maná estatal, ese que asegure su prosperidad o, en muchos casos, su supervivencia misma. Es lo que tiene la insolidaridad, ese cáncer que se ha propagado desde hace mucho por toda España con las exigencias de unos y la claudicación de otros, todo en nombre de la gobernabilidad del país.

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