Opinión | Cielo abierto

Intemperie

Me vuelvo a preguntar por todas esas luces encendidas que parecen ofrecernos calor al otro lado

Ahora que nuestra vida parece concebirse al asomarse a otras, al adentrarse en rostros con sus estados exhibidos como un aluvión de inmediatez, me vuelvo a preguntar por todas esas luces encendidas que, a la hora de la cena, parecen ofrecernos calor al otro lado. Hablo de las ventanas que brillan en la oscuridad al recorrer la inmensidad total de una avenida, por ejemplo un domingo por la noche, cuando la calle es intemperie, porque ha llegado la hora del recogimiento. Si tuviera que nombrar uno de los motores más extraños y definitivos que me han llevado a escribir, porque me conmovía entonces y me sigue conmoviendo ahora, sería esa sensación de extrañamiento, de sentirte fuera de esas luces y querer traspasarlas. Cuántas historias, cuántas conversaciones y también qué silencios, cuántos abrazos dentro de una familia, cuántos recibimientos y cuántas despedidas; pero además cuántas soledades, cuántas aventuras y también cuántos miedos caben dentro de ese recuadro iluminado en mitad de la noche, en cada uno de ellos, como un mosaico abstracto sobre todos los grandes edificios en los que las ventanas se recortan por su marco de luz, sobre ese pentagrama de la oscuridad, como notas anárquicas que encuentran su sentido visual pulsadas desde lejos. Somos los autores de esa melodía, esbozamos la música callada de todas esas voces que parecen haberse conjurado más allá de nosotros, dentro de esas ventanas, con los hogares expuestos momentáneamente cada vez que adviertes una silueta o el destello de un televisor cuando se apaga. No es que cada ventana y cada luz sea una novela o pueda serlo: al otro lado espera una saga que nadie va a escribir, que se perderá como lágrimas en la lluvia, que se evaporará. Todos esos nombres, todos esos rostros. La pasión que habitó un día en el lecho vacío, con sábanas que aún seguían custodiando ese calor de cuerpos. Los libros que jamás serán leídos, la música que nunca volverá a ser escuchada, todos los momentos infinitos que son valiosos porque acabarán, porque ya han acabado, porque son un recuerdo antes de haber vivido.

Los domingos por la tarde y por la noche deprimen mucho a la gente, entre otras cosas, por esta sensación. A mí me han desolado en ocasiones, con sus calles vacías. Por eso, casi siempre, he intentado volver a alguna parte. Los domingos por la noche tienes que poder volver a alguna parte o pertrecharte, hacerte fuerte y cuidar esa sensación, para empezar el lunes convencido. Pero si no estás en tu mejor momento, compañero del alma, o compañera, huye de los domingos por la noche y de esa vaga ilusión de lejanía cuando intuyes las vidas de los otros. Pero no olvides, también, que esas mismas vidas que imaginas, que has fotografiado en tu retina sin haberlas mirado en realidad, también guardarán sus propias sombras. Y que quizá hay alguien, silente al otro lado, que mira por la ventana y que te ve cruzar la calle solo, y quizá también piensa que vas hacia un lugar mucho mejor que el suyo. Porque al otro lado de todas esas luces, que pueden darnos un calor imaginado en la intemperie, también habitan el frío, y la incomprensión, y la necesidad de dar con alguien que, al menos una vez en todo el día, pase detrás de ti, mientras estás leyendo, o escribiendo o haciendo un crucigrama, y te acaricie el hombro.

Siempre me ha parecido que no hay mayor indicador que ese pequeño gesto, para la amistad y el amor, de la generosidad al egoísmo: de quien pasa a tu lado, en la intimidad de la cocina, o mientras lees tumbado en el sofá, y demora la mano en tu pelo, y comparte su tacto con el tuyo, y te hace sentirte menos solo en esa inmensidad que es también interior dentro de esa ventana iluminada, dentro de ese domingo por la tarde, a este lado del paraíso, dentro o fuera. Ese detalle mínimo, y su ausencia, puede anunciarlo todo.

Todo esto se parece más a una confesión que a un artículo; pero cuando la gente tiene la paciencia de leerte cada fin de semana, merece una cierta introspección, o esa lectura interna de una obra ofrecida en sus claves más sinceras. Dice Rafael Soler que hay dos tipos de escritores: los que escriben para que los quieran, y los que no saben que escriben para que los quieran. Estoy de acuerdo, en parte, pero hay otros motores: la desesperación, o una necesidad que te saca de todas las costuras y de todas las camas, de todos los silencios del deseo. No poder renunciar a lo que eres y no poder dejar de imaginar esas vidas lejanas como propias, con su íntimo temblor.

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