Así como el hombre muere, las bestias también mueren dice el Eclesiastés; el hombre es polvo y al polvo volverá, es como la hierba que se seca, la flor que se marchita. La muerte es un fenómeno biológico que nos compara con el resto de seres animados.
No sé si tranquiliza o impacta más el hecho de saber que estamos ante lo que se conoce como «una muerte masiva e indiferenciada», que suele representarse con la imagen de un segador ciego, un esqueleto que porta una guadaña o una hoz. Es un sentimiento de muerte colectiva, de niebla que todo lo envuelve y nos va borrando casa por casa. También lo refleja Isaías al señalar que toda «carne es hierba». Así como el alma se rinde, la hierba se rinde al frío del invierno, a los vientos de cualquier guerra y desaparece por la herida abierta en el mundo.
La muerte es apagarse como una vela, es ver retirarse la marea. Se muere demasiado.
En sus ‘Aforismos y pronósticos’, Hipócrates expone cómo leer la proximidad de la muerte en el rostro de un enfermo ya que antes de convertirse en esa especie de máscara inerte, la cara va dibujando el final inminente. Tal y como precisó a través de sus investigaciones Buffon «la muerte avanza poco a poco y por partes», la muerte no es más que el último matiz de la vida, cuando la naturaleza se vuelve silencio. Considerada de esta forma la muerte, bien podría ser que la vida fuera una amalgama de situaciones o estados que se resisten a la muerte...
Me pone triste todo cuanto veo e inevitablemente traspasa e impregna mi escritura, debería saber, a estas alturas, separar el mundo y lo que acontece en sus profundidades del acto íntimo de entrelazar palabras. Algunos días es misión imposible, pues, aunque me aísle en la burbuja ligera y confortable de mi mesa, me salpican todos los males.
El magma informativo que amenaza con engullir las pocas energías y esperanzas que nos quedan en nuestra civilización -al menos tal y como la conocemos- me ha llevado a no querer escribir ni leer ni opinar, algo parecido a un estado de shock por saturación; las palabras se muestran inútiles porque siento que las voy cociendo en el barro del hastío, como si ya no quisieran ser generosas y estuvieran hinchadas de dolor...
Escribo y siento como si esta columna llevara dentro un cadáver, una periodista infeliz incapaz de encontrar el hilo narrativo de la ansiada objetividad, la perla de la ecuanimidad que tan pura y deslumbrante se estudia en la universidad de Ciencias de la Información y al salir al mundo apenas dura un suspiro entre las manos, cuando todo lo que te rodea son amenazas e intereses partidistas, guerras y manadas de todos los colores.
Nunca ves venir el peligro, ni el cansancio, la desazón o indiferencia. Hay una metáfora popular que trata de esto, de cómo somos incapaces de reconocer un creciente peligro, es la metáfora de la rana en el agua: si sumergimos una rana en agua hirviendo veremos cómo salta de inmediato fuera del cazo; en cambio, si la introducimos en agua tibia para que se caliente de forma lenta, comprobaremos que la rana morirá hervida sin darse cuenta del peligro al no sentir el golpe de calor. Esa sensación de falsa seguridad, de negarnos a imaginar lo que encontraremos más allá del umbral de cualquier abismo, es lo que nos está hirviendo suavemente, de forma gradual y peligrosa.
La historia está repleta de casos que reflejan la incapacidad de reacción antes del gran desastre y todo parece llevarnos a un abismo para el que no queremos prepararnos. La mayoría de los rusos conocían la existencia del gulag, pero fingían no saberlo o lo negaban por miedo a morir en tan monstruoso laberinto.
Sin duda somos ranas hirviendo en aguas tibias de odio y paranoias.
*Periodista