Opinión | Tormenta de verano
Dudas y certezas
Estamos rodeados de personajes sabelotodo, de miles de catedráticos del «infinito y más allá»
El reciente fallecimiento de forma sucesiva, en dos extremos del país, de dos grandes periodistas, Angel Casas y Jesús Quintero, nos invita a una reflexión sobre el valor de la palabra y de la profesión periodística. Es verdad que ambos mantenían estilos muy personales y distintos, como también lo es que eran algo ácratas y bastante showman, tratándose de dos grandes entrevistadores de un periodismo sin rutinas, que nos sacudía con sus preguntas, con sus personajes, sus silencios y las diversas formas de acercarnos a la esencia de la vida.
Y lo digo, porque no me gusta esta parte de la realidad que hoy vivimos, donde todo se polariza tanto, en la que estamos rodeados de tantos personajes sabelotodo, de miles de catedráticos del «infinito y más allá», donde todo se dogmatiza y se etiqueta a derechas e izquierdas, donde se practica el talibanismo ideológico de los posicionamientos indubitables a ultranza. Vivimos en tiempos en que se han cambiado las palabras por los ruidos y los gritos, es la prepotencia de la razón que se superpone sin razones, la soberbia del fanatismo. De ahí la importancia de controlar el relato, hasta el punto, incluso, que se tergiversa la verdad histórica para amoldarla a un historia ideologizada y coyuntural ajena a la verdad, que justifique a posteriori nuestros postulados.
Cada vez prefiero más a la gente que duda, que tiene preguntas, que escucha los argumentos contrarios, que empatiza con lo desconocido, que es curiosa, que lee y conoce, que evoluciona de pensamiento. No entiendo porqué aferrarnos a propuestas trasnochadas, a tantos a prioris indiscutibles cuando tenemos la evidencia de la evolución de la propia especie humana, de su historia, doctrinas y modelos. Me gusta la gente que se cuestiona las cosas, que no sigue el camino ni los eslóganes que le vienen marcados de fuera. Me gusta la gente cuando reconoce que se equivoca, quienes son capaces de cambiar de ruta, quienes aprenden de sus errores, quienes construyen su propio horizonte. Preguntar para aprender, para cambiar. Sólo pregunta el que no sabe, y para eso se necesita de una humildad que no está de moda. Preguntar es muy peligroso, porque equivale a admitir tanto incertidumbres como respuestas desconocidas. Además, hacer preguntas, decía Tagore, es prueba de que se piensa. Demasiado exigente en tiempos de rebaños.
Decimos que estamos en una época de incertidumbres, como si acaso la vida no fuera una incertidumbre absoluta en sí misma: ¿quién sabe lo que pasará mañana?. El Abbé Pierre, icono de Francia por su lucha contra la exclusión y por la dignidad de las personas que le llevó a obtener la Legión de Honor, escribe ya octogenario en su obra Testamento, que al final de su vida, apenas le acompañan un puñado de tres certezas: que a pesar de todos los males, Dios existe; que a pesar de todas las propias limitaciones, Dios me ama. Y que a pesar de tantos condicionantes, al final soy libre de elegir.
Deberíamos bajar el listón de quienes vociferan más que razonan, del cainismo frentista que a todos nos hunde y recogernos, en este otoño propicio, en el valor de la palabra, de las inquietudes, del conocimiento honesto, del debate sincero. Y como ellos hicieron con maestría, aprender a preguntar sin tapujos, sin trampas, sin respuestas preconcebidas. Como escribe el autor japonés Murakami, preguntar es vergüenza de un instante; no preguntar es vergüenza de una vida.
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