Diario Córdoba

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Jose Manuel Ballesteros Pastor

Don Carlos Hacar

Mi querido profesor de canto en el Conservatorio. Mi amigo. Su marcha para siempre es otro desgarro en el lienzo con que el tiempo extiende Córdoba por el paisaje. Una fuente silenciada. Un naranjo que ya nunca volverá a abrirse en azahar. Una campana calla su tañer. De pronto, como un viento que sopla repentino, he vuelto a saber que han pasado muchos años. Don Carlos llegaba cada tarde, con su estatura, su sonrisa de bondad, su perpetuo acogimiento. Impartía la clase, uno por uno, con una paciencia infinita, porque amaba lo que hacía su vida. Muchas madrugadas, en el silencio profundo, cuando creo que no volverá a amanecer, escucho su voz timbrada, vibrante, de barítono atenorado; veo sus manos con sus largos dedos de pianista. Su aula y sus lecciones eran para mí un oasis de paz y de belleza, frente al mundo de chabolas del que cada tarde venía cuando me estrenaba de maestro. Mózart, Rossini, Verdi, Donizetti, Wagner, Bizet, Puccini, Mascagni... se presentaban ante mí. También, la joya popular y aristocrática de nuestra Zarzuela, donde vive nuestro espíritu nacional. Y esa otra tierna joya de nuestro Cancionero. Cancionero de Palacio, Cancionero de Upsala, Juan del Encina... Aún tarareo, con mi garganta tan envejecida, para aliviarme el alma, ‘Mas vale trocar placer por dolores, que estar sin amores... Romerico, tú que vienes...’. Los sábados por la tarde teníamos audición. Don Carlos nos explicaba los temas de los pasajes en la pizarra pautada. Ya no habrá otro otoño con su compañía. Por lo profundo de mi corazón escucho pasar el Guadalquivir. El sol atardece en las tapias blancas y las vuelve anaranjadas. Han callado las golondrinas. ¿Cuántos más se habrán ido cuando ellas regresen? Adiós tras adiós, el tiempo me va mostrando la soledad y el profundo sentido de la muerte. Los que forman parte de mi infancia y mi juventud, con sus lugares y sus sentimientos, van desapareciendo, hasta que un día no quede ninguno en esta parte de mi vida, y yo entonces sienta la necesidad imperiosa de también irme, para, por fin, estar con ellos y no perderlos nunca más. Esto es lo que me va enseñando el tiempo con su melancolía. Es una tristeza que no se puede explicar hasta que no nos toca en el alma y miramos a nuestro alrededor y nos vemos solos para siempre.

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