Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

A la cola

La vez es la variable española de la cola, el turno no tan laxo que se guarda en el entrecejo

Entre toda la tormenta de ideas que, hace ya once años, irrumpió en la acampada de la Puerta del Sol, no me consta que se impulsase un alegato contra las colas. Tampoco figura entre las imaginativas cabeceras de mayo del 68, que pedían lo imposible, pero no la erradicación de las filas indias, sin presentir el carácter peyorativo y colonialista de esa descripción.

Fue un descuido o un inconsciente ejercicio de sensatez, pues al margen de su perfil alienador, la cola es uno de los atavismos más característicos del ser humano. Obviamente, la especie humana no tiene la exclusividad de estas hileras. Las hormigas desprenden feromonas para no descuadrar su marcial formación. Los elefantes dibujan instintivamente sus continuadas siluetas en el horizonte para testar en su marcha la melancolía de África. Y los predadores muestran la matemática anarquía de la ley del más fuerte en el reparto de la presa, dejando a los más débiles los despojos y el funambulismo de la supervivencia.

Pero la cola humana tiene otra dimensión. Nos somatiza y al mismo tiempo nos dignifica. La propia historia de la Humanidad puede pendular en cuanto al acomodo y rebeldía hacia las colas, e incluso plasmar con sangre su posicionamiento. La Revolución francesa podía mostrarse agreste con su variante regia, y como desquite alineaba la cola hacia la guillotina, enviando a los nobles o a las carmelitas de Compiègne que describió en sus diálogos Georges Bernanos. La cola es también el ejercicio civilizado de gestionar el hambre y la miseria. A veces, incluso la última frontera ante la barbarie. Ello aflora en las catástrofes, cuando se rompen los diques de la ayuda humanitaria y los víveres los acopian los bíceps, mientras la compasión no prueba un bocado. La cola es la abyecta plasmación del blanco fácil, civiles bombardeados en Sarajevo o en ciudades ucranianas, amparadas en la falaz tregua de un día de mercado.

La cola es la hilazón de lo sacro y lo mundano. Procesionar es la actualización de la estación de penitencia, pero también la reminiscencia del cortejo, esa senda interminable que una vez encabezaban las cuadrigas con atributos jupiterinos y luego la cruz con la reglamentación de todas las órdenes para rematar el séquito el pueblo llano, tal que ahora los penitentes.

¿Cuánto vale la cola en un Estado de Derecho? Aquí no prima la excepción ibérica, sino la británica. Doce horas o más para decirle adiós a Isabel II. No sin razón se nos tilda que este es un país de grandes entierros, pero nos alicorta la pompa del Reino Unido. El boato vende porque nos aferra sutilmente a la inmortalidad de la memoria. Nos entronca con esa salida de misa de la catedral de Zaragoza -el primer contoneo patrio con el celuloide- o con toda la pompa de la Inglaterra victoriana. Es el risueño desquite del antiguo orden, con los egos y las soberanías de casi todas las naciones del orbe enrasados en los asientos de un autobús para presentar sus respetos a una monarca aún zalamera con la gracia de Dios. Unas colas que han orillado el independentismo escocés -cualquier comparación con la monarquía española pertenecería a la fabulación de un narrador- y facilitan multitud de variables de contenido social. Es posible que Stephen Frears guionice esas horas de paso lento y las enlace con las colas del subsidio de desempleo, aquellas con las que también lidiarán los británicos y esta nueva emuladora de Margaret Tatcher.

La vez es la variable española de la cola, el turno no tan laxo que se guarda hurañamente en el entrecejo. Más vale esa alineación -que no alienación- si facilita el entendimiento. Dios salve a la cola.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.

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