Diario Córdoba

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Editorial

Una cesta difícil de cuadrar

El incremento del índice de precios de consumo (IPC) muestra en cifras globales la realidad que los ciudadanos experimentan de forma palpable cuando comprueban el ticket de su compra cotidiana, ven la evolución de los precios del menú diario en la restauración o, si son minuciosos, comparan en algunos productos la cantidad que reciben por un precio similar al de hace un año. Un 13,8% de aumento de los precios de los alimentos, entre agosto de 2021 y 2022, es un indicativo que se queda corto ante los incrementos en productos básicos, como harinas y otros cereales (39%), la leche (25,6%) y el aceite (24%), lo que significa que el impacto es doblemente lesivo para las rentas bajas, que han de dedicar la mayoría de los ingresos a necesidades básicas como energía, vivienda y alimentación y, dentro de este capítulo, concentrar su compra en estos productos básicos. La peor noticia es que en el importe que debe asumir el comprador final no se ha trasladado aún el impacto del encarecimiento de los costes para productores, transformadores y comercializadores (un 40%), parte del cual han absorbido a costa de sus márgenes de beneficio, situación que no puede extenderse indefinidamente. Y, además, no hay ninguna garantía de que tengan solución a corto plazo. Las razones detrás de este encarecimiento de los costes de producción están relacionadas con la guerra de Ucrania, pero no todas (incremento del coste de los carburantes, de los fertilizantes y de los piensos, escasez y/o especulación a nivel global en el suministro de trigo y girasol, sequías...).

Ante esta situación, han empezado a ponerse sobre la mesa las primeras propuestas (topar precios de alimentos básicos, pactar con grandes cadenas paquetes de productos esenciales a precio contenido, reducciones de IVA), ninguna de las cuales parece ni fácil ni satisfactoria. Ni topar los precios puede poner en peligro la viabilidad de los productores primarios, a los que hace un año se empezó a proteger con la ley de la cadena alimentaria que facilita que obtengan un precio más ajustado al coste real de su trabajo, ni confiar en medidas de impacto en la gran distribución puede dejar fuera de juego al pequeño comercio, ni el Estado puede renunciar a un volumen de recaudación imprescindible ante las urgencias sociales que se le plantean.

Si en sectores regulados, como los de los carburantes o la generación y comercialización de energía -con pocos operadores en liza y con un peso de los impuestos más elevado, lo que otorga mayor margen de maniobra en sus intervenciones al Estado-, las sucesivas medidas ni han sido rápidas, ni fáciles, ni plenamente efectivas, mucho más difícil es presentar soluciones en una realidad que depende de una cadena más compleja. 

Pero alguna medida hay que tomar, y no necesariamente las que sean más visibles y rentabilizables políticamente. De nuevo, será necesario discriminar entre aquellas de carácter lineal y las que inciden directamente en quienes el incremento de costes pasa a ser un reto acuciante. Las reducciones del IVA podrían llegar por la vía de ampliar la lista de productos considerados esenciales y sujetos a un tipo impositivo menor. Y cuando estamos hablando, como en los peores momentos de la pandemia, de situaciones de emergencia social y alimentaria, las ayudas directas a los más vulnerables han de entrar en acción. Países con un Estado del bienestar menos desarrollado que el nuestro utilizan fórmulas de cheques por alimentos, una fórmula que se aproxima más a la beneficencia que a la justicia distributiva o a unas condiciones laborales y retributivas adecuadas (véase EEUU), pero que en caso de crisis no debería haber reticencias a utilizar. Ni tampoco, llegado el caso, las medidas que se emprendan deberían ser esgrimidas de forma electoralista por aquellos que claman por soluciones pero sacan a pasear el fantasma de la cartilla de racionamiento a la mínima ocasión en que se plantean medidas de excepción, ahorro o sobriedad solidaria.

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