Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

Marías

Tenía unas querencias muy británicas porque apreciaba esa manera flemática de macerar el relato

«Escribir es una manera privilegiada de pensar». Son palabras de Javier Marías. No puede entenderse como una frase tumularia porque la escritura acaso sea la mejor añagaza del ser humano para burlarse de la muerte. La prueba está en que, de las siete maravillas del mundo antiguo, solo nos quedan las pirámides y la heroica transmisión de su existencia a través de pergaminos. Pero, es cierto, Marías se ha ido. Otra muesca de los gatillazos del Nobel con la literatura castellana, como en su día ocurrió con Galdós o con Borges.

Javier Marías rubrica esa idea fuerza de la escritura como viveza del pensamiento. El folio en blanco es aquella campa donde dioses, héroes y hombres acuerdan un armisticio. También el lugar donde se agitan nuevas sublevaciones tanto por el espíritu inquisitivo como la imaginación desbordante del escritor. En estos días inevitablemente acaparados por la pompa británica, conviene evocar la pátina inglesa del literato prematuramente fallecido. Ahí aflora su fructífera vocación de traductor y el elogio que hace a este discreto oficio en su último artículo: la variante de horadar la torre de Babel a través del sutil acercamiento a la literatura de otros idiomas. Pero es su propia creación narrativa la que se impregna del aroma de las Islas, bien palpable en sus dos últimas novelas. En ‘Berta Isla’ irrumpe Tomás Nevinson, otro arquetipo de los espías británicos. Quizá sea un guiño de la editorial ese humo del cigarrillo de las dos portadas, ella y él con el pitillo en la boca exhibiendo la arrogancia del último vicio; entroncando esa insolencia políticamente incorrecta con el ‘smog’ londinense, pasada por el chino de la continencia castellana. Nevinson es un agente secreto de los de antes, con gabardina y la distinción de los Colleges anglosajones. Es la línea pausada y elegante que Javier Marías se permite para conectar con Joseph Conrad y ese referente nuclear del escritor que es la aventura.

El hijo de Julián Marías, de impronta circunspecta, se ha encontrado con un sorpresivo enroque de la parca. Se ha marchado cuando le quedaban muchos filones narrativos por explorar; por una afección pulmonar que siempre es el as en la manga del malditismo. El naipe que le permite ingresar en el club de Robert L. Stevenson o Stephen Crane. Se trata de biografías diametralmente más bizarras, pero con el nexo común de cartografiar con el lenguaje propio Islas del Tesoro u oler la pólvora de los rifles sin haber batallado en la guerra de secesión americana.

Marías tenía unas querencias muy británicas porque apreciaba esa manera flemática de macerar el relato. Los ingleses han sido los grandes maestros en rentabilizar la propaganda y en esa apropiación de lo clásico casi tanto como el expolio del Partenón ha primado la huella épica de lord Byron. Esa memoria engastada en el boato multiplica las conexiones de sentido. Para yuxtaponerse al corazón de las tinieblas, Isabel II accedió al trono en Kenia, convirtiéndose en otra reina de África. Y Balmoral es territorio de Stevenson, y también de Walter Scott, Escocia como patente de un aguerrido romanticismo. Allí también se templan las gaitas de la reina Victoria y la irremediable comparación de Carlos III con Eduardo VII, el efímero periodo de la calma que aún no conoce la crudeza de la tempestad.

Para suerte o desgracia del escritor madrileño, aquí no hay abadías de Westminster para compartir en su planta el abigarramiento de hombres ilustres. Somos muy nuestros. Casi los mejores en los entierros, pero proclives a que corra el aire entre las sepulturas. Un aire santificado de grandísima literatura.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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