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Editorial

Por dónde recortar la factura energética

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez abrió el curso político con el anunció de una rebaja del IVA del gas, del 21% al 5%, que debería beneficiar a los consumidores, tanto particulares como empresas, con una rebaja de hasta 190 millones de euros. Con esta iniciativa se acumulane las medidas para reducir el consumo energético (sean restrictivas, como las limitaciones de climatización e iluminación, o de estímulo, para incentivar el uso del transporte público) y para amortiguar el impacto en el bolsillo de los ciudadanos de la inflación, y más en concreto el impacto directo incremento del precio de los combustibles y el suministro eléctrico.

Prácticamente todas ellas (desde el descuento sobre el precio de los carburantes a la rebaja de los abonos del transporte público, la del IVA del gas para el usuario final o el límite fijado al precio del gas utilizado en la generación eléctrica) se han planteado de forma lineal, beneficiando con descuentos o rebajas impositivas a todos los usuarios independientemente de su nivel de renta. Y al mismo tiempo han supuesto una merma de los ingresos de la Hacienda pública -relativa, en todo caso, a partir de la realidad de unos precios base disparados respecto a aquellos en que se basaron las previsiones de ingresos fiscales- que también afecta a todos, especialmente si en un futuro muy próximo las necesidades de gasto social y las perspectivas de recaudación se ven claramente comprometidas en un escenario económico difícil. Porque aunque aprobadas con unos límites temporales relativamente cortos, con toda probabilidad estas medidas excepcionales deberán extenderse, no solo porque la guerra de Ucrania y sus derivadas en los mercados internacionales parecen muy lejos de tener un final en el horizonte sino también porque algunas tensiones responden a dinámicas aún más profundas, desde la insuficiencia de las reservas de determinadas fuentes energéticas o materias primas frente a las necesidades planteadas a la necesidad de plantear estímulos y costes que conduzcan, incluso con sacrificios, a una tan difícil como necesaria transición energética.

En este escenario posiblemente llegaremos más pronto que tarde a un límite a las renuncias a recaudar o a la capacidad de aplicar medidas compensatorias que el equilibrio presupuestario podrá permitirse. Será inevitable plantear algún tipo de factor de progresividad, si no directamente en las tarifas de los consumos energéticos sí al menos en quiénes son y en qué intensidad los beneficiarios de las iniciativas que se deberán seguir tomando para digerir con los menores daños posibles la crisis en la que estamos envueltos y para seguir favoreciendo la sustitución de fuentes de energía escasas o responsables de la emergencia climática. Tanto si hablamos de rentas más bajas como de sectores económicos en los que el peso de esta factura puede tener un impacto más intenso en la espiral general de precios o incluso en su propia viabilidad empresarial. Esa debe ser la lógica que inspire las medidas de ahorro que aún deberán aprobarse, y se debería esperar que enfrentándose a un debate más sensato y menos políticamente oportunista. Entre otros motivos para alcanzar un consenso social que peligra no solo por las críticas del populismo más primario sino también por la incomprensión que se genera cuando algunas decisiones son arbitrarias o de difícil justificación, como por ejemplo el distinto trato recibido a efectos de descuentos, como el que afecta a usuarios de Cercanías y metropolitanos. 

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