Diario Córdoba

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Manuel Torres Aguilar.

memoria del futuro

Manuel Torres Aguilar

Todos (casi) se arrepintieron

En este otoño, solo debería haber un objetivo por encima de todos los demás: poner fin a la guerra en Ucrania

Se inicia un nuevo curso y frente a septiembre miro la agenda geopolítica y observo demasiados frentes abiertos. Tengo la sensación, nada original, de que este verano ha supuesto el final de algo que aún no sé qué puede ser, pero cuyas claves no me permiten mostrar mucho optimismo. No diré que haya sido un verano idílico, porque el asfixiante calor provocado por el calentamiento global, los incendios, la sequía, la inflación... han completado un escenario poco agradable desde ese punto de vista. A pesar de todo, se ha vivido un verano de cierta euforia, lleno del deseo de volver a experimentar lo que la pandemia impidió en los años anteriores. En todo caso, para muchos ha sido un verano de viajes, de playas, de montaña, incluso, como decían los analistas económicos, para gastar el ahorro de los últimos dos años. ¿Qué ahorro?, pensarán otros. ¿Qué dirán quienes nunca les alcanza para esos veranos?

Algunos han sentenciado, en frase apocalíptica, que fue el verano más fresco del resto de nuestras vidas. Es, en todo caso, la víspera de un otoño que se avecina complicado. No lo tengo nada claro y me pregunto si no será como aquel otro verano. «El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso...», escribió Stefan Zweig en su obra El mundo de ayer, que ya he citado en alguna otra ocasión.

Al recordar lo que ocurrió, refleja como nadie cómo de pronto se rompió el verano. La gente no podía dar crédito a lo que estaba leyendo en los periódicos, se oscurecían sus caras al leer los titulares que interrumpían abruptamente a los veraneantes con el anuncio del comienzo de la Gran Guerra. Parecía imposible que se incumplieran los tratados, no era creíble que de un modo abrupto los cuarenta años de prosperidad que habían desarrollado Europa como nunca, hubiesen conducido a estos acontecimientos. «De repente se levantó un frío viento de miedo en la playa... la gente, a miles, dejó los hoteles y tomó los trenes por asalto».

En todo caso, un espíritu militarista y un fervor nacionalista y patriótico inundó la sociedad e inflamó el espíritu belicoso de su juventud. Nadie recordaba ya las viejas guerras del siglo XIX. La distancia temporal había convertido la guerra en algo heroico y romántico. «Por Navidad volveremos todos a casa, gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914». En la siguiente guerra, la de la generación de 1939, ya nadie se llamó a engaño, todos sabían que la guerra no era romántica, sino bárbara.

Todos, casi todos, se arrepintieron de las primeras alegrías de la primera guerra, pero muchos no aprendieron bien la lección y el desastre llegaría veinte años después con más de cincuenta millones de muertos. En realidad, en ambos casos, fueron los gobernantes los que llevaron a la debacle, por sus intereses económicos, políticos y personales. Porque, sépanlo, las guerras las crean quienes no mueren en ellas. Los demonios de la guerra se insuflan a las sociedades, se les hace creer que son necesarias, que son justas, que son el menor de los males. Eso se les dijo entonces, en nombre de la patria, de la raza, de la religión, de la libertad, de la supervivencia, del espacio vital, del orden, de la familia, de la autoridad, del pan, del trabajo...Y poco tiempo después, pocos recordaban las causas que originaron ambas guerras. ¿Quién se acuerda del porqué de tantas guerras? Solo los soldados muertos se recuerdan durante un tiempo, el tiempo que viven sus padres. Luego son la llama del soldado desconocido en un monumento que se venera cuando viene un Jefe de Estado extranjero, no más.

En este otoño que se inicia en pocos días, solo debería haber un objetivo por encima de todos los demás: poner fin a la guerra en Ucrania. Evitar que este conflicto se convierta en un motivo de arrepentimiento global en el futuro. Si hacemos un balance desde el 24 de febrero hasta aquí y de las perspectivas de futuro, no nos queda otra opción que parar ya la guerra. El recuento después de medio año de guerra es contundente. Han muerto más de cinco mil soldados ucranianos y unos quince mil rusos, cinco mil civiles, casi seis millones de desplazados y refugiados y la destrucción de infraestructuras por miles de millones de euros, entre otros desastres. Ahora se nos habla de que la guerra será larga, de que será de desgaste, de que Estados Unidos incrementará sus fondos para ayuda militar a Ucrania, que todos los países de la UE incrementarán sus gastos de defensa y sus inversiones también en ayuda militar al país invadido. Es una guerra declarada de modo ilegal, chantajista e ilegítimo por parte de Putin, que pensaba iba a resolverla en pocas semanas. La realidad ha sido otra bien distinta, pero ahora que no hay abierta ninguna vía al diálogo ¿cuál es la solución? Solo parar la guerra del modo que sea. Se necesita un armisticio y abrir la negociación.

Las democracias occidentales se enfrentan al nuevo poder global del autoritarismo, pero su virus está dentro y no solo en los deseos de Rusia o China. Esta guerra va a provocar una crisis económica gravísima derivada de las limitaciones energéticas que ya están causando mella en los más débiles. Desde luego, aquello del «sangre, sudor y lágrimas» ahora no es el caso. Solo basta ver la interesada polémica por limitar el horario de iluminación de los escaparates, para comprender que nadie está dispuesto a renunciar a nada. Y cuando la crisis se extienda, de nuevo aparecerán los populistas ofreciendo soluciones mágicas que siempre pasan por acabar con los pilares democráticos. El panorama es más desolador aún, si vemos lo que va a pasar en las próximas elecciones italianas, lo que puede pasar en las elecciones estadounidenses del próximo noviembre, lo que ocurre en Hungría y Polonia. Hay muchos intereses en que la guerra continúe, no solo para que se enriquezcan los de siempre, sino para que se generalice una gran crisis que debilite a los sistemas democráticos. Por ello, la Unión Europea debe tratar de poner fin al conflicto ya y no contribuir a su alargamiento. Rusia está tan sola que necesita una salida, al menos la apertura de negociaciones que ofrezcan alternativas, porque, aunque esté sola, sí tiene músculo militar para aguantar una larga guerra o para provocar más dolor mediante su arsenal nuclear. La guerra ya no es una opción para nadie.

Luego hay otros escenarios globales que muestran una extraordinaria fragilidad. Taiwán, la crisis climática y alimentaria, el incremento exponencial de las desigualdades... La inflación y los especuladores no van a parar y todos, salvo algunos, nos empobreceremos más. La guerra es la causa principal de ello.

Las democracias funcionan adecuadamente en tiempos de estabilidad. Lo saben bien quienes desean acabar con ellas. Cuando la ciudadanía ve peligrar sus condiciones de vida acepta cualquier ideología que anteponga el pragmatismo, aunque sea falso, al respeto a los derechos individuales y colectivos.

Todos o casi todos se arrepintieron de las guerras del pasado siglo. Los alemanes por haber apoyado o callado tras un líder que les prometía el fin de los males de la primera guerra mundial. Los políticos ingleses y franceses por no haber sabido ver las consecuencias de la humillación de Versalles. No hay aquí espacio para más análisis de aquel horror, pero me pregunto: ¿para qué sirvieron tantos millones de muertos y tanto sufrimiento? Desde luego, no se arrepintieron quienes se enriquecieron con la guerra, pero tampoco los muertos que ya no tuvieron opción para ello.

* Catedrático. Universidad de Córdoba

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