Cada verano vuelve a morir Federico García Lorca. Ya sé que por desgracia fueron asesinados poetas, dramaturgos y escritores de las dos Españas -esos españoles de tres mundos que también latían en el espíritu de los poemas en prosa que escribió Juan Ramón Jiménez- y que toda muerte es terrible. Tampoco es menos terrible que nuestra actualidad cosida por el fanatismo ideológico nos obligue a andar aclarando este tipo de obviedades: que en los dos bandos se mató, que en las dos trincheras murieron inocentes y que muchos de ellos eran escritores. Luego viene el mundo del exilio -que es otra forma lenta y amarga de morir, pero aún con un pie en la vida- y también la agonía de unos pocos presuntos vencedores que, desde dentro, pensaron que podían cambiar el régimen: pienso en Manuel Machado publicando, en la primera posguerra, su artículo sobre las ejecuciones sumarias No matarás -que le costó el ostracismo de sus años finales- o la reconversión democrática de Dionisio Ridruejo. De todo esto puede seguirse hablando mucho y bien, porque además hay que investigar todavía, con múltiples matices muy humanos; siempre que se salga de esa corsetería del espíritu que acaba siendo el carné de partido entre los dientes y una cierta obsesión retrospectiva no por traer al presente un deseo de comprender el pasado, sino una especie de necesidad enfermiza de reproducir ahora aquel enconamiento. Algo de todo eso hay en el cuestionamiento de la Transición y en la necesidad imperiosa que parecen sentir ciertos sectores por desacreditarla: si el logro mayor de nuestro presente inmediato pudo escenificarse en ese abrazo, en Cádiz, entre Rafael Alberti y José María Pemán -existe foto-, que había sido -Pemán- generoso con varios hombres y mujeres del exilio y siempre mantuvo contacto con Juan Ramón Jiménez, la mezquindad del presente consiste en arrancar la placa de mármol en la casa de su nacimiento. A muchos de los inquisidores de ahora quisiera verlos yo en la España de entonces: parece que ellos mismos creen que serían unos espíritus nobles, pero lo cierto es que con ciertas actitudes uno los imagina más al mando de varias checas o de un pelotón franquista de fusilamiento.

Pero estamos en Lorca, en Federico García Lorca, que cada agosto se nos vuelve a morir entre las manos. Lorca vuelve a ser asesinado por la mezquindad, por la envidia, por el extremismo ideológico, por el revanchismo, por la historia con sangre en sus rieles mientras se enfría la noche. Lorca vuelve a morir porque es el único de todos ellos que siempre seguirá más vivo que nunca. Es probable que en la poesía de hoy los autores del 27 que resultan más contemporáneos para cierta poesía que se escribe sean Luis Cernuda y Pedro Salinas. Vicente Aleixandre vive en siempre en su exilio en Velintonia y desde los novísimos no ha encontrado un eco suficiente en la nueva producción poética. En fin, son todos grandes. Pienso también en Miguel Hernández, sobre el que se han publicado dos comics estupendos. Pero Lorca es otra cosa: Lorca, poeta maldito, escribió Umbral. Lorca el terrible por inimitable, Lorca el creador divino de mundos siderales, Lorca que sintió el desprecio más despiadado de Buñuel y Dalí: nunca los he tragado, entre otras cosas, porque genios hay muchos que admirar y fueron especialmente crueles tras leer el Romancero gitano. ¿Envidia también, celos amistosos? Hicieron daño a Lorca, que se fue a Nueva York invitado por Fernando de los Ríos para darnos quizá el gran libro de poesía del siglo, junto con ‘Diario del poeta recién casado’ del propio Juan Ramón: me refiero a ‘Poeta en Nueva York’, con Walt Whitman cruzando Central Park y hombres voladores desde los rascacielos, adelantándose al 11 de septiembre por el crack financiero de 1929.

Lorca es una bomba en las manos de cualquier poeta adolescente. Quiero decir en cualquier poeta adolescente de verdad, o sea, que no esté obsesionado por contar todas sus obviedades onanistas en su cuenta de Instagram. Lorca es más incluso que leer las ‘Cartas de Rainer María Rilke’ a un joven poeta: es el estallido, el magma primigenio, su big-bang, una revelación de que el poema puede ser también una galaxia que te integra en su gravitaciones. Lorca universo, Lorca muerto. Lorca vivo hoy, que acaba de morir otra vez, para seguir viviendo con más fuerza. Lorca en los ojos de cualquiera que una vez quiera verse en un poema. Cada verano escribo sobre Lorca también para salvarme al recordar a ese antiguo muchacho con su luz en los ojos.