Diario Córdoba

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José Zafra Castro

El discursito de la jubilación

Al tomar la palabra, el jubilado en ciernes percibe que la vida es el amago de un parpadeo

Hace unas semanas me jubilé. La jubilación, como la muerte propia, es algo para lo que uno nunca se encuentra suficientemente preparado. Cree uno que lo está, pero no lo está, circunstancia que solo se revela cuando llega el «último momento», que en el caso de la jubilación implica la necesidad de pronunciar un discursito. Al moribundo no se le exige que transcriba verbalmente lo que siente en el instante en el que la vida se le escapa; el jubilado tiene que hablar por narices. ¿Qué dirá, justo cuando descubre en la boca del estomago que jubilarse es un poco como morir, y que esa despedida es solo un anticipo de la que dentro de unos años le espera? Al tomar la palabra, el jubilado en ciernes percibe que la vida no es un parpadeo, sino el amago de un parpadeo. Pero aquí lo tienen, aclarándose la garganta mientras jefes y compañeros se disponen a acoger sus frases trémulas con la más rotunda simpatía.

Previendo la llegada de esta coyuntura, intenté abortarla. Casi logro convencer a mi jefa. Al final no fue posible. Al menos la persuadí de que aligerara su inevitable pa-negírico, pues -como en un balancín- mientras más peso y duración tuvieran sus pala-bras, más habrían de tener las mías, aunque solo fuera para mantener el equilibrio. Lo cierto es que no recuerdo nada de lo que dije. Lo que sí se me repite como un mantra es el único discurso que no me habría importado pronunciar, y que -dada su extrema concisión- entrego a la curiosidad del lector con el deseo de no fatigarlo demasiado:

«Amigas, amigos: seré breve».

Aquí termina el discurso. Silencio. Ante la evidente falta de comprensión por parte de la audiencia, el orador intenta transformar ese silencio en un «silencio significativo». Sin éxito. A Fermín se le escapa un aplauso nervioso. El orador, entusiasmado, asiente al acto reflejo de su compañero para dar a entender a todos que, efectivamente, el discurso ya terminó, y que si la intención de los asistentes es la de aplaudir, ha llegado el momento de hacerlo. Ese mensaje gestual tampoco es comprendido. El orador redobla su señal de aprobación hacia Fermín, sujetándola ahora con una sonrisa de amplio espectro. La audiencia sigue desconcertada, el pánico se asoma por algún rostro. Fermín se retracta, incluso se contrae. El orador, ya completamente japonés, asiente esta vez con el torso completo. El personal parece captar por fin el mensaje. Fermín aplaude de nuevo; otros aplausos se suceden; la sala se llena de aplausos. Con solo cuatro palabras el discursito de la jubilación ha concluido; el orador se retira satisfecho; el parpadeo de la vida continúa desplegándose, ahora un poco más rápido.

*Escritor

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