Diario Córdoba

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Jose Cobos

En el bicentenario de las Obras Misionales Pontificias

Se trata de una comunidad que fue y continúa siendo clave para su acción evangelizadora por el mundo

En este año de 2022 la Iglesia de Roma, con el padre Bergoglio al frente, nos invita a reflexionar sobre algunos hechos recientes. A menudo toma como pretexto para ello diversas onomásticas que se alinean en buena medida con su peculiar manera de entender y de sentir la institución romana. Así, en la búsqueda del origen asistencial a los más desfavorecidos y de su recorrido fundacional iniciado ya por Pauline Jaricot (Lyón, 22 de julio de 1799-Lyón, 9 de enero de 1862), la Iglesia universal festeja durante el año en curso el bicentenario (nació oficialmente el 3 de mayo de 1822) del nacimiento de una comunidad que fue y continúa siendo clave para su acción evangelizadora por el mundo. Me refiero a la Asociación para la Propagación de la Fe. De igual modo, se cumplen también cien años desde que, mediante el ‘Motu Propio Romanorum Pontificum’, el papa reformista Pío XI declarara a la mencionada comunidad de creyentes como pontificia, haciendo suya la labor desarrollada hasta ese momento. La institución romana tiene presente igualmente durante este periodo a las Obras Pontificias de la Santa Infancia y de San Pedro Apóstol para la formación del clero indígena en los territorios de misión, instrumentos de servicio para el sostenimiento de las iglesias particulares que en el mundo se dedican al anuncio de Cristo y del Evangelio. Dichas obras se hallan involucradas en el impulso de los bautizados con el propósito de formar una red de oración, así como en el crecimiento de las jóvenes 114 diócesis de las circunscripciones de misión, todas ellas dotadas de sus particulares matices y en lucha con la multitud de problemas que en ocasiones se generan en sus demarcaciones. Y si no, que se lo pregunten a nuestro muy querido Juan José Aguirre Muñoz, el obispo de los pobres en Bangassou (República Centroafricana).

Las Obras Misionales Pontificias se hallan presentes en 130 países, de los cuales no pocos, como aquel donde desarrolla su misión el obispo Aguirre, sufren enormes carencias de desarrollo, lo que hace aún más preciso nuestro apoyo más solidario. Cuentan para su labor con la acción de 354.000 misioneros, 3 millones de catequistas y 150 millones de dólares. Con tales medios llevan a cabo diferentes proyectos pastorales y sociales con el objetivo principal de apoyar al Santo Padre en su compromiso con las iglesias particulares, tanto en la oración como en la misión de difundir a través de ellas la educación en la fe cristiana, la reflexión teológica sobre la buena noticia del Evangelio y la conversión al Dios de Jesús-Dios de los pobres; también tienen a su cargo la ayuda material a los cristianos del mundo y, de una manera especial, a los que residen en esas diócesis de misión. En ocasiones estas se hallan muy dispuestas a denunciar los sistemas opresores que imperan en sus lugares de arraigo, en defensa de la liberación de los más oprimidos. Y es que, a mi entender, las OMP deben configurarse como una sociedad de comunidades en el seno de la Iglesia, formadas por creyentes adultos, libres y responsables, y nunca ser concebidas como un poder fáctico más. Deben mantenerse, pues, libres de toda potestad opresora, tanto en sus niveles políticos y sociales como en el económico, optando siempre por los marginados como principal seña de identidad, con gestos de solidaridad efectiva, sin rehuir en ningún momento el conflicto social: ni allí, ni en la propia institución romana. Ello podría llevarlas a vivir en comunión crítica con otros pastores de una Iglesia que, consciente de su universalidad, hace suyas las causas globales de los más necesitados.

No podemos sustraernos a la amargura de estos pueblos que, en ocasiones, tanto sufren en la tierra. Por eso, una verdadera pastoral no puede hacerse solo desde fuera, ni tampoco desde arriba, sino que, previo a cualquier planteamiento, la prioridad en estas tierras de misión ha de ser la de intentar vivir la vida del pobre, meterse de lleno entre la gente, participar de sus sufrimientos y aspiraciones. Junto a ellos, muchos de nuestros evangelizadores subsisten, sirven y combaten y, a veces, incluso arriesgan su propia existencia, con un estilo de vida pobre, humilde y aventurado, que a costa de mucho esfuerzo ha llegado a romper la imagen del clérigo funcionario entregado a sus «cosas de Iglesia» y aliado de los poderosos del lugar. Su predicación profética y evangélica se halla en permanente consonancia con su comportamiento de vida. Ello hace más aceptable su palabra. Son partícipes así de una vida sencilla, austera, comprometida y fraternal. Testificantes no solo en el templo, sino también en el trabajo, las luchas y la propia vida del pueblo. En definitiva, son los grandes testigos de la fe en Cristo y en el Evangelio, a los que habría que felicitar de forma especial en este bicentenario que de las Obras Misionales Pontificias este año se conmemora.

*Catedrático

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