Opinión | COSAS
Eva Jean
La muerte de Evita argamasó la ductilidad del peronismo que, como diría Santa Teresa, todo lo alcanza
Una fórmula efectiva y efectista de sublimar la crónica es realzar un periodo de tiempo, subrayando en los titulares su trascendencia. No es que fuera el primero, pero John Reed acertó plenamente cuando encabezó como «los diez días que estremecieron el mundo» aquel reportaje sobre los acontecimientos de la Revolución soviética. Reed es el único americano enterrado en el Kremlin y no creo que las satrapías de Putin hurguen en la devolución de sus restos, porque a este periodista le calaba la Internacional hasta el tuétano.
Apropiándose de esa querencia, otros diez años también cambiaron, a su manera, este planeta. Claro que dichas fechas no muestran la rotundidad de una guerra, sino el convencionalismo de la subjetividad. Porque no hay muchos manuales de Historia que acoten el decenio 1952-1962, salvo que se encuadernen en tapa dura páginas de papel cuché. Porque este es el tiempo que media entre la muerte de Eva Perón y Marilyn Monroe. Salvando las distancias, y perdón por el osado atrevimiento, ambos fallecimientos median a escala la exploración colonial de América por el mundo hispano, y el que años más tarde protagonizó el mundo anglosajón: el carácter místico y casi trentino que aupó a los seguidores de Evita y, también, a todas sus fobias; frente al business de hipocresía y fariseísmo que pretendió emponzoñar el aura de Norma Jean. La necrofilia como moneda de peaje para la inmortalidad, reservado más a los argentinos por el astracán del cuerpo embalsamado de la señora de Perón, un vodevil que llevó casi un cuarto de siglo removiendo su féretro. Emparentado con la avidez de la Kardashian de enfundarse el traje del ‘Happy Birthday, Mr. President’, una apostasía que acabó con el reviente de las costuras, porque emular las medidas de la Monroe era tanto como violentar el ala oeste de Manderley.
Quizás sobre el topicazo de las almas paralelas, aunque se cruce un tinte de por medio. Más cuca fue Madonna, que patentó el eslogan de la ‘ambición rubia’,aunque perteneciese a ambos mitos. Más taimado en el caso de Marilyn, una Penélope que se enfrentó a varios pretendientes que querían conocer su alma. Porque Arthur Miller escribió uno de sus mejores dramas al compartir las almohadas de Marilyn, privilegio que también tuvieron un jugador de beisbol y el hombre que puso un ojo en la Luna --también en Berlín y Guantánamo-- para contribuir a hacer prodigiosa una década.
La muerte de Evita argamasó la ductilidad del peronismo que, como diría Santa Teresa, todo lo alcanza. Eva Duarte se convirtió en un escapulario de descamisados y dictadores, mientras Norma Jean patrocinaba erotómanos altares en los respiraderos del metro. Ella, que tenía la capacidad de desquiciar y enamorar al mismo tiempo, receta que probó un Billy Wilder que la hizo cantar como nunca en una orquesta de señoritas. Ella, que vino a quebrar el pasteleo --por la exaltación de los tonos pasteles-- iconoclasta de los cincuenta y se ha transformado en la Mona Lisa de nuestros tiempos, convirtiéndose uno de los retratos póstumos que le hizo Andy Warhol en el segundo más caro de la Historia. Los mitos también gozan del don de burlarnos: Evita triunfa más en Broadway, mientras el rostro rosado de Marilyn decora muchos salones porteños. El cambalache del pasado siglo nos dejó aquellas dos muertes prematuras como referente. Y su inmolación se presenta como la naturaleza muerta de unas biografías que aún nos emocionan. Los radio seriales de Eva Perón; el ukelele ante un auditorio de cinematográficos gánsteres, o la tristísima mirada de Marilyn frente a los caballos salvajes de Clark Gable... Quizá esos sean pequeños pellizcos de inmortalidad.
** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor
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