Diario Córdoba

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Desiderio Vaquerizo

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Falsas apariencias

La PEvAU no sirve para nada, con pruebas que superan de media el 95% de los presentados

Hace ya tiempo que las pruebas de acceso a la Universidad --antes conocidas como Selectividad; hoy PEvAU-- no sirven para nada. Pruebas que superan de media el 95% de los presentados, se califican a sí mismas. Bueno, sí que tienen una cierta utilidad, bastante innecesaria, por cierto, dado que esa función la podrían cumplir los resultados del Bachillerato si no los inflaran los institutos como habitualmente hacen: jerarquizan a los estudiantes por calificaciones para facilitar que ellos mismos se auto-seleccionen a la hora de acceder a una carrera u otra. Las universidades se curan en salud, estableciendo notas de corte muy altas para determinadas titulaciones especialmente demandadas que permiten el paso sólo a unos pocos. Esto tiene un lado positivo, al favorecer a los buenos, y otro negativo, al hacer inaccesibles determinados estudios para alumnos que no han podido alcanzar tales niveles de exigencia, a veces solo por una décima. Dicha circunstancia acarrea mucha frustración y potencia las desigualdades, porque los padres que pueden permitírselo pagan universidades privadas para que sus hijos cursen la carrera de sus sueños aunque no les alcance la nota. Es, pues, un tema complejo y poliédrico, cuyas aristas se agudizan al tener las calificaciones validez nacional, pero funcionar cada Comunidad Autónoma con estándares diferentes.

Con la excusa de la adquisición de competencias, las últimas iniciativas legales en España tienden de forma cada vez más acusada a favorecer a los vagos, a propiciar la ausencia total de esfuerzo, a transmitir la idea de que el mundo es un camino de rosas y lo mismo da el nivel de formación, porque hoy, para triunfar como famosillo o influencer y hacerse millonario, no hace falta saber hacer la o con un canuto. Y, de paso, cuanto más ignorante y descerebrado sea el personal, más fácil será de manipular. Es otro ejemplo de eso que se viene dando en llamar eufemísticamente «ingeniería social», en la base de la pérdida de valores tradicionales y la crisis moral que nos aquejan. Lo cierto es que el sistema actual perjudica a los buenos alumnos, penaliza el mérito, la disciplina y la capacidad de superación, y beneficia a los malos; y esto, en el fondo, es discriminación positiva. Enrasar por abajo para que a los mediocres se le noten menos sus carencias entraña riesgos enormes, que tal vez no se perciban de manera inmediata, pero que antes o después acaban aflorando y matizan a generaciones enteras.

Los docentes universitarios sabemos que muchos de nuestros estudiantes no nos entienden cuando hablamos, que son incapaces de leer un libro completo y mucho menos de comprenderlo, que tienen la misma capacidad de expresión, de abstracción o de razonamiento complejo que un niño; y cada año va a peor. A ello contribuirá la nueva PEvAU, destinada en definitiva a favorecer la promoción automática, como ya ocurre en las enseñanzas no universitarias. Cifrar el grueso de la evaluación en el concepto de «madurez» académica, tan abstracto como subjetivo, la convertirá en un coladero aún mayor; porque, supuestamente, la madurez ya se valora. ¿O qué rige, si no, la exposición de los contenidos? Para eso, mejor elimínense las pruebas. No es, por tanto, una medida inocente, como nada en política. Adoctrinamiento, buenismo o electoralismo impregnan la iniciativa, tan perversa como pervertidora. Eliminar la corbata nos vendrá bien, sí, pero para que pase mejor lo que aún nos queda por tragar.

Cualquiera con dos dedos de frente pensará que las Universidades no tendrían por qué prestarse a ese juego, porque las desprestigia. Toda Universidad que se precie debería aspirar a captar únicamente a los mejores alumnos, primando así calidad sobre cantidad, pero hete aquí que el desarrollismo español de los años 80/90 afectó también al campo académico y dio lugar a una proliferación irracional y poco estratégica de Universidades que hoy resulta insostenible. Buena parte de su financiación deriva de las nóminas de estudiantes con independencia de su cualificación o de su rendimiento, por lo que lógicamente, salvo excepciones, prefieren cantidad sobre calidad. Detrás de todo ello subyace, por consiguiente, la necesidad ineludible y subliminal de reducir la muy sobredimensionada red universitaria española y de garantizar su financiación, para así devolverle credibilidad. Cabe dentro de lo probable que la muerte por simple consunción de las más débiles o descentralizadas sea la forma menos traumática de conseguirlo, o la que menos contestación social y académica vaya a recibir; pero esa será labor de quienes han de protagonizar el relevo generacional, y lamentablemente no llegan siempre con el bagaje deseable de experiencia, la exigible formación, ni el sentido riguroso de la ética y la autocrítica que les permita actuar por convencimiento objetivo estricto y no por efecto pendular, interés propio o ansias de revancha, tan habituales en medio universitario. Acaban así cayendo en nuestros mismos errores, incluso acrecentados; y esto, por desgracia, deja muy poco lugar para la esperanza.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

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