Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

Corbatas lejanas

Con el invierno, nos amigaremos con las bufandas, las corbatas y demás nudos al cuello

Qué relación puede existir entre Agatha Christie y el mundo de la moda? Aparentemente, no hay un vínculo directo, pero la trama de ‘Diez negritos’ casi es consustancial a la vestimenta. El corsé fue fulminado a principios del siglo pasado, y poco después los sombreros quedaron atrapados en los primeros cinematógrafos, y su propia omisión --las sin sombrero-- fue el nombre de guerra del alma femenina de la generación del 27. De forma más gradual, la corbata hace tiempo que viene pidiendo pista para su jubilación. Y en su última rueda de prensa, el presidente del Gobierno ha hecho ostentación de esa pedorreta a la etiqueta, como si se quitase el pasamontañas ante el cambio climático.

La corbata tiene unas reminiscencias bizarramente románticas, a galope entre los húsares croatas de las guerras napoleónicas. Esa primera vista de su repertorio podía situarse entre la estrechez estética de los sesenta, cuando camisas blancas y gafas de pasta también monitorizaron la llegada del hombre a la Luna; hasta el ancho descoque estampado de los setenta, las amebas y el cachemir para mayor gloria del zoom de Lazarov. Ahora, Pedro Sánchez señala esa prenda como Barrabás, la que literalmente nos tiene con el agua el cuello --ojalá hubiese más agua--, y su desanudado ayudará milagrosamente a reducir por otras vías algún que otro grado. Precisamente, para calores los soldados de Bonaparte, que se chuparon la campaña de Egipto con sus uniformes de franela, y así fueron cayendo los pobrecitos míos, como otro atrezo de ese inmemorial desierto.

Porque esta lucha energética tiene reminiscencias marxistas, evocando a los Hermanos Marx en la desvencijada locomotora acompañada de una frase lapidaria: ¡Más madera! Esta guerra sin cuartel para racanearle el gas a los rusos pasa ahora por las frigorías. Escribo este artículo antes de que el BOE proscriba los límites del visor del aire acondicionado. Los recortes llegan hasta las canciones de Juan Perro, pues en lugar de 37 habrá que cantar 27 grados. Este país es muy particular: puede tener amplias tragaderas para asuntos aparentemente más graves y sin embargo es capaz de armar una zapatiesta por quíteme allá unas capas. Si no, que se lo digan a Esquilache. Un gradito de más sí que importa, teniendo presente que en pocos campos de la higiene industrial domina tanto la subjetividad --la hegemonía del sujeto-- como en el del estrés térmico. Si ya de por sí la percepción de frío y calor ha sido un motivo de encono en las oficinas, imagínense ahora, cuando se obliga a los técnicos de prevención a colocarse el gorro de castor de Daniel Boone para preservar ese mandato imperativo. Hablando de prevención de riesgos laborales, el RD 486/97 sitúa el umbral de los locales en los que se realizan trabajos sedentarios entre 17 y 27 grados, rebajándolo a 25 cuando se realicen trabajos ligeros. Saldrán a relucir las alegaciones de las calorías que se consumen desde el teclado, la ansiedad del clima de trabajo que hace pasarte los sudores de la muerte.

Presiento que, para refrescarnos, tiraremos de la Baja Edad Media, un tiempo que asociamos con un mayor frescor. Más de uno recurrirá a la fórmula del Derecho castellano para Indias, con ese «se obedece pero no se cumple» haciéndose el lorenzo --cómo no-- ante esa impositiva plegaria de ahorro energético. No me extraña que una adenda a estas medidas para algunos draconianas será incluir los abanicos como equipos de protección individual. Pero, tranquilos, llegará el invierno y el tope de los 19 grados en la calefacción: los moqueos y toda la escenografía de la Cerillera de Dickens. Y nos amigaremos con las bufandas, las corbatas y demás nudos al cuello.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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