Diario Córdoba

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Fue otro día, otro día de desolación. Compraba yo algo efectivo, -¡iluso!-, contra las cucarachas. Otro impuesto indirecto de tantos impuestos con los que nos sangran muy directamente. O sea, pago mis alcabalas para no tener cucarachas y luego tengo que comprarme venenos y venenos para no tener cucarachas. ¡Qué bien! Bueno. Sigo. Fue otro día. Miraba yo. A mi lado vi llorar a otra mujer. Buscaba desesperada algo contra esos bichos. Transmitía angustia. Hablaba conmigo como si hablase consigo misma. “He vivido en Sevilla, en Madrid y nunca me he encontrado con tantas cucarachas”. Yo traté de animarla. Le expliqué que Córdoba es especial, que aquí somos cuatro veces Patrimonio de la Humanidad y hasta pedimos la Capitalidad Cultural. Aquí, por más que nos ahoguemos, todavía siguen con esa brillante idea de limpiar las calles levantando la porquería. Aquí no queremos imaginarnos la basura que tragará un niño en su cochecito o la madre que toma un café. Aquí, con semejantes guarrerías, nos reímos de todos los covis y de todos los monos con viruela. Aquí los vecinos colaboramos en metamorfosearnos en Gregorio Samsa, hasta convertir nuestra ciudad en otro castillo kafkiano. Aquí colaboramos con nuestros organismos públicos en guarrear las calles y las plazas con las esas de nuestros perritos. Los pobres animales no tienen la culpa de que sus dueños no los dejen depositar sus esas en los salones de sus casas. Aquí colaboramos a que los parques y la Sierra sean un artístico estercolero. Aquí tenemos artistas por todas partes, que colaboran con nuestros organismos oficiales en restaurar y pintarrajear edificios y monumentos. Aquí hay que andar con pies de plomo para llegar a nuestro lugar de destino sin haber pisado una esa, sin haber sido asaltado por los ladridos y dentelladas de un perro, a cuyo dueño no le da la gana de educar porque la ciudad es suya. Aquí colaboramos a escupir donde nos venga en gana, para que luego llegue ese tuvo diabólico de esa maquinita, levantando la porquería. Estas reflexiones acabaron de angustiar a mi momentánea compañera de impuesto. Me preguntó: “¿Entonces no hay esperanza?” Yo sonreí beatífico y le contesté lo de mi madre cuando trataba de reprimirme mi rebeldía de no querer aguantar: “Aquí hay que ganarse el cielo”.

* Escritor

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