He conocido al menos dos escritores descalzos, Gabriel García Márquez y Juan Marsé. Es decir, gente que se retrataba, escribiendo o en casa, sin zapatos, sin sandalias, sin nada en los pies y, además, en ambos casos, en el de Gabo y también en el de Juan, con las manos agarrándose las cabezas como si se les fueran a escapar los sustantivos. Ambos, por cierto, eran más de sustantivos, aunque es verdad que el catalán era radical en esa disciplina, mientras que el colombiano llenó, por ejemplo, Cien años de soledad de calificativos que parecían historias, para arreglárselas con la sobriedad del idioma en un libro igualmente memorable: El coronel no tiene quien le escriba.

A los dos los conocí en Barcelona, con algunos años de distancia. Pero es curioso (para mí, solamente) que conociera a Gabo en su casa de la calle Caponata, donde él vivía en 1970, casi a la vez que llegó a mis manos Últimas tardes con Teresa, que leí mientras me enamoraba de una chica que me declaró su desamor justo cuando iba por la mitad de tan extraordinaria novela. Ella me dijo que no me quería, estábamos en un descapotable (¡como el de Teresa en la fotografía de Oriol Maspons de la primera cubierta de Seix Barral!) y, apresado por las voluntades del amor roto, lancé el libro hasta que éste dio en un charco que lo convirtió en un pingajo.

Aquella noche, además, llovía a cántaros en La Laguna, Tenerife, donde yo estudiaba, así que preservé los restos del naufragio del libro de Marsé como si fuera oro, y lo salvé. No salvé esa noche otra cosa que Últimas tardes con Teresa que, lesionado de muerte, sobrevivió a los restantes naufragios de mi vida y un día llegó a manos del propio Marsé, que me estampó una dedicatoria que no olvido en una de las páginas que había quedado arrastrada por el lodo.

Conocí a Marsé muy pronto después, en Barcelona, cuando él todavía me parecía el pijoaparte, pues de ese libro todos los personajes masculinos me parecían Marsé, igual que en un tiempo sentí que todos los seres masculinos jóvenes que veía en la plaza del pueblo me parecían Gonzalo Suárez cuando, como cronista deportivo, se hacía llamar Martín Girard.

Juan era un joven muy apuesto, callado e incluso dubitativo, hasta que escuchaba cualquier estupidez y entonces lanzaba miradas que parecían parte de sus sustantivos literarios. Muy pronto, como periodista, accedí a él, le hice preguntas que él respondía con una sobriedad de jugador de cartas, y una vez, además, le hice una encuesta sobre el dinero. Él me respondió por escrito, con una habilidad suprema para decir en cuatro palabras lo que otro diría en medio folio, y me pidió luego cuentas porque le faltaban, de lo que dijo, dos o tres líneas. Expedito como era me exigió que restaurara lo dicho, y en seguida lo hice, en Cinco Días, que entonces me pedía colaboraciones de ese tipo.

Era un hombre extraordinario, no tan solo un escritor cuya entidad supera, con creces, la media española. Acaso todavía no se ha dicho lo suficiente la naturaleza de su genio, pues a lo cotidiano, es decir, a quien es cotidiano en la vida y no se las da de arrogante, la gente lo tarda en recuperar por la calidad de su prosa o, en general, por la importancia de lo que ha hecho.

Estamos como si Marsé no se hubiera ido, como si estuviera aun fijándose en aquel burrito que lo acompañaba en su mesa hasta el último instante, y fuera a levantarse, descalzo, despeinándose más aun, a recoger de cualquier sitio un papel que le ayudara a completar un cuento o, acaso, una novela tan esencial, tan desadjetivada, como, por ejemplo, Un día volveré. Ese burrito, por cierto, existe aún, lo guarda con celo alguien al que conozco y que no quiere decir por qué está en sus manos tan importante amuleto.

Ahora se han cumplido, el 18 de julio, qué ironía para aquel rojo de veras que fue Marsé, dos años de su muerte. Y aquel ramalazo de sangre triste que es la muerte, que fue su muerte en aquella fecha, ha pasado como un ciempiés por la memoria dolorida, y olvidadiza, de la época. Queremos tanto a Marsé, lo hemos querido tanto, es tan saludable su literatura, es tan de verdad, que merecería ahora y siempre que además de un retrato en la historia fuera una calle, un monumento en el Guinardó, por ejemplo, una escuela o un libro enorme que anunciara en Barcelona que allí nació el que mejor la contó, el que hizo de la ficción su realidad.

Queremos tanto a Barcelona queriendo a Juan Marsé, aquel muchacho descalzo que caminaba siempre hacia el mar con las manos en los bolsillos silbando As time goes by.