Diario Córdoba

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Antonio Varo Baena

PALABRAS PARA ANDRÓMINA

Antonio Varo Baena

Naturaleza

La naturaleza nos crea, nos destruye y la imaginamos como una ilusión

Quizás el estío haya dejado de ser para la mayoría de la gente el tiempo de la naturaleza. En aquella popular dicotomía entre ir de vacaciones a la playa o la montaña, esta última conservaba el prestigio del acercamiento a lo natural, cuando el resto del año se vivía en la opresión y la hostilidad de la ciudad. Entre otras cosas porque las playas son más urbanas que las propias ciudades. Y a pesar de ello hay como una llamada atávica hacia las costas.

Y no hace falta ser un Henri Thoreau o un Félix Rodríguez de la Fuente para reconocer en la naturaleza la celebración de la vida, nuestro origen y destino. La naturaleza nos crea, nos destruye y la imaginamos como una ilusión. La naturaleza crea y recrea el arte, la belleza, aunque lo bello sea tan imaginario como el alma o el espíritu que se elevan en su contemplación e incluso hay quien acaba creyendo religiosamente como un famoso filósofo tras contemplar una puesta de sol. Quizás por ello alguien dijo en un exceso de ingenio que la naturaleza imita al arte en vez de al revés.

La naturaleza es color, olor, es luz y sombra, sagrada y profana, es lo pequeño y lo grandioso, la mirada lejana y el ojo corto, es cultura y es ética, es ‘Uno y Todo’, es el origen del mito y es mito en sí. Escribe Hölderlin «solo, nadie soportaba la vida». Esa soledad de la que nos impregna también es salvífica, es esperanza y dolor, ataraxia y reconciliación. Dice Andrés Trapiello en un libro de memorias que «la naturaleza no es sino el estado más perfecto de la soledad» y «es su silencio lo que más elocuentemente nos habla de nosotros mismos y a nosotros». Aunque ese silencio --yo lo entiendo más como soledad, sin presencia humana ajena--, sea tan difícil de conseguir y además los propios sonidos de la naturaleza nos acompañen y con ellos se perciba también algo de misterio, de temor, de llamada. Por ello la naturaleza y el estiaje son tiempo de nostalgia.

Y esa misma naturaleza te da sorpresas como ese nido de cernícalos que ha aprovechado la ausencia para establecer su nido esta primavera en un pequeño arriate de una terraza playera. De los cuatro o cinco huevos, han criado otra bella pareja de rapaces que elevaron su vuelo a primeros de julio y los imagino cruzando el Estrecho hacia tierras africanas. O esos gorriones que en el fondo de un patio de luces crían cada primavera. Después, de manera casi increíble entre ventana y ventana, tienen que escalar hacia el cielo abierto. Pero no solo pájaros, en un descampado de la ciudad cordobesa, entre unas vías del tren, una pasarela y un barrio de nombre surrealista, unas liebres corretean a primera hora de la mañana sin importarles la presencia humana.

En una naturaleza tan escasamente virgen y tan humanizada, añoro los campos de la infancia, los olivos, viñas, los olores de los «malvados» eucaliptus, las veredas, los perfiles sobre el carril de las bestias estériles, las sombras de la noche, las primeras lluvias de septiembre, el Camino de Santiago en el cielo nocturno. En mi poema ‘Las Estaciones’ escribo: «Mas la soledad era siempre menos sola/ con los árboles que nos miraban/ y cobijaban entre las sombras,/ lindando el color de las viñas,/ cercaban a las veredas rotas». Y en el poema ‘Sarmientos’: «Los sarmientos al moverse/ me susurraban la vida de los otros,/ la soledad que habita entre los terrones».

Pero esa naturaleza, la domada y la que no, está en peligro. Y al igual que hay una ética para el comportamiento humano, quizá sea necesaria también una ecoética que observe, analice y dirija nuestro comportamiento en la naturaleza y con ella.

* Médico y poeta

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