En mi ya larga vida he hecho muchos kilómetros por tierra mar y aire. Por ejemplo: he ido de turismo a Moscú y de safari a Sudáfrica y he cruzado varias veces el Atlántico. Y siempre he retornado al lugar de partida: esta bella plaza de San Nicolás a la que he estado asomado desde mi niñez. Esta querida plaza que sobrevivió a la supresión de los azulejos de Anibal González en sus bancos y a la instalación de los sobrios aros olímpicos de cemento. Pero siguen el pavimento de chino cordobés y sus airosas y altísimas palmeras.
Y todo al amparo de la recoleta iglesia fernandina de San Nicolás en la que se venera al Señor de la Sentencia, en escultura que mi padre encargó y pagó a Martinez Cerrillo.
Esta plaza es un lugar ideal para reuniones, con independencia de la simpatía o antipatía con que nos sirvan el café o la cerveza.
Hace años Carmelo Casaño y yo creamos una tertulia semanal cafetera que nos ofrece interesantes conversaciones sobre temas de arte y cultura sin asomo de petulancia. Siempre acudimos a ella con ánimo de escuchar y nos vamos con ganas de volver.
Pienso que debemos estar bien emplazados.
Yo desde luego yo lo estoy.
En esta mi plaza la palabra ajena y la cerveza fría se reciben con gusto.