Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

Mirar un cuadro

El esplendor del buen sabor de boca de la cumbre de la OTAN fue la cena en el Museo del Prado

Hay muchas maneras de dar una guantada sin manos, pero una de las más exquisitas fue la que reflejó Martin Scorsese en ‘La edad de la inocencia’. Muchos puristas se echaron las manos a la cabeza cuando tuvieron noticia de que el director italo-norteamericano iba a rodar una novela romántica inspirada en la alta sociedad neoyorkina del último tercio del XIX. Un director acostumbrado a la suciedad hampona y a las malas calles no era el más idóneo para emular a Visconti con un Gatopardo trasladado a Brooklyn. Pues bien, en esa sociedad de lujo y ajados oropeles también había códigos de jerarquía. Ante el desprecio a una condesa divorciada (la maravillosa Michelle Pfeiffer), sus más íntimos buscan un conjuro para ese repudio. Recurren a los van der Luyden (los primus inter pares al proceder de los colonos fundadores holandeses asentados en Manhattan), que montan una cena de tronío: vajilla y cubertería para apabullar y la ascendencia llevada a los más mínimos detalles.

No es que nos dejemos llevar por un arranque de optimismo, pero es que cuando los van der Luyden (digamos los españoles) queremos hacer las cosas bien hechas, las hacemos bien. Por qué no relamerse todavía con la magnífica imagen que ha dejado España en la cumbre de la OTAN. Tenemos en el ADN ese regusto de buenos anfitriones que se ponen como un pavo pujado cuando ver disfrutar a sus invitados en un banquete. Este país ha demostrado que no solo se luce en los grandes entierros. Pedro Sánchez ha vivido su momento de gloria exprimiendo la diplomacia de las emociones. Dándole la vuelta al calcetín del tópico, si España es una fiesta, se trataba de atestiguar que debajo del rigor acartonado del estadista, subyace el zarandeo de los sentidos. Vamos, lo que el filósofo Ortega Cano definió «estar tan a gustito».

La Embajada de los Estados Unidos se convirtió en el caravasar del esparcimiento tras unos sesudos acuerdos que sellaban una nueva Paz Armada. Jill Biden era la reina de la corte, y muchos de los artistas que actuaron en esa fiesta tuvieron que sentirse juglares de la marca España. Seguramente, la Primera Dama se teletransportó a las rutas de Washington Irving al escuchar los quejíos de María José Llergo o a Israel Fernández. Los van der Luyden -léase España y sus más altas magistraturas- estuvieron en el Palacio Real, para desacomplejarse de tanto boato kitsch de los Windsor. Pero el esplendor del buen sabor de boca fue la cena en el Prado. Boris Johnson saboreó encontrar al Carlos V de Tiziano, enjaezada su montura para afrontar la batalla de Mühlberg. Johnson mira con respeto al padre del acérrimo enemigo del inglés, que también fue rey de Inglaterra -Felipe II- y lamenta la decapitación de su Carlos I, aquella zarandaja republicana que facilitó la mayor almoneda del siglo y que mucho de los cuadros de los Estuardo ahora luciesen en el Prado. Macron, demostrando que las casualidades no existen, se marcó un aparte ante la familia de Carlos IV; el éxtasis compatible con la grandeur. El genio de Goya, la vindicación de la lechera de Burdeos y el sutil recordatorio de que la familia de los Borbones se subyugó ante Napoleón.

Y todos juntos, Biden el primero, presentando sus respetos al grande entre los grandes. Velázquez agrandando la perspectiva aérea de Las Meninas, haciendo un huequito a los dirigentes de la OTAN en los aposentos de los Austrias. El presidente de los Estados Unidos se va con un cofre de anécdotas, que para su estímulo político y personal casi vale tanto como un tratado de desarme nuclear. El que desentonó en la foto fue Draghi, justificado su rictus en una crisis de Gobierno, pero acaso celoso, sabedores los italianos que tienen arte a espuertas. Aunque aquí fuimos nosotros los que tuvimos arte, ‘musho’ arte.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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