Diario Córdoba

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Marisol Salcedo

ESCENARIO

Marisol Salcedo

Homero

Homero es mi loro. Mejor dicho, el loro de mi hijo Miguel, aunque yo lo tenga en depósito. Miguel estuvo ahorrando durante no sé cuánto tiempo hasta que pudo comprarlo. Cuando llegó a casa, por agencia de transportes, hace casi veinte años, era un polluelo nacido en cautividad que jamás había visto a sus padres; lo habían criado con papilla desde que rompió el cascarón hasta que lo metieron en una caja-jaula de madera que todavía conservamos. Cuando Miguel quitó la tapadera, fue su cara lo primero que vio el precioso lorito gris y no sé si en los loros funciona lo de la impronta o el amor a primera vista, pero cuando Homero lo ve, se alborota y, si lo saca de la jaula, se deshace en mimos con él, le esconde la cabecita en el hombro, y la restriega en el máximo de la satisfacción. Homero es un yaco, un loro africano -al parecer, los que más y mejor hablan- del que nunca supimos el sexo, aunque pensamos que es macho porque jamás ha puesto un huevo.

Homero imita perfectamente todos los ruidos de la casa y los que le llegan de la calle: el timbre de la puerta y el de los teléfonos, fijo y móvil; la alarma del frigorífico cuando la puerta se ha quedado abierta, el aviso de que la lavadora ha concluido su programa y, lo mismo con el del microondas. También imita el pitido del camión de la basura, el motor de la furgoneta que descarga delante de la frutería y el de la puerta de la cochera al abrirse y cerrarse. En cuanto a las voces, es un artista: ladra exactamente igual que la perra y es curioso que este caso haga la secuencia completa. Me explico. Homero dice: «Guau, guau, guau» seguido de «Cállate», que es lo que yo le digo a la perra cuando ladra. Sabe decir mamá, papá, Kira, Homero, Miguel, Álvaro, Carmina, hola, buenos días, adiós, ¡toma! cuando oye tacones, y hasta mi murmullo de protesta cuando algún bolígrafo se me cae de la mesa donde trabajo, rueda debajo del mueble y tengo que tirarme al suelo para rescatarlo.

Homero es muy vergonzoso, por eso ejercita todo su repertorio cuando se cree en soledad. Ensaya repitiendo una y otra vez hasta que le sale lo que su perfeccionismo le exige. A su jaula de Fuengirola, se le ha roto el palo donde se posa; le he comprado uno nuevo y para que se vaya acostumbrando, lo he colocado en la de Córdoba. De momento, no le gusta; ni siquiera lo ha tocado. No sé qué se habrá figurado. Desde su palo de siempre, me mira serio y ofendido.

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