Diario Córdoba

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Antonio Gil

PARA TI, PARA MÍ

Antonio Gil

El Corpus Christi, arco iris de amor

Con nuestra mirada fija en la custodia, aprenderemos a dar, como Cristo Jesús, el pan de nuestra vida

Hoy, solemnidad del Corpus Christi, la liturgia de la Iglesia congrega en torno a todas las custodias del mundo, su amor a la presencia real de Cristo en la eucaristía. En Córdoba, la custodia labrada por Enrique de Arfe surgirá de entre las columnas y arcos de la Catedral y con brillos de plata y oro, aparecerá un años más, desde 1516, en el Patio de los Naranjos, entre repiques de campanas, incienso y aplausos de la multitud, iniciando su desfile procesional, presidido por el obispo de la Diócesis, monseñor Demetrio Fernández, recorriendo el casco histórico de Córdoba. Dentro de la custodia, tesoro del arte cordobés, irá el tesoro de la Iglesia, el tesoro de la humanidad. La ciudad se convertirá en un templo, por cuyas calles las hermandades habrán colocado bellísimos altares, los balcones se engalanarán y el gentío, heredero de milenios de cristianos, renovará los «hosannas» triunfales a Cristo, mientras el coro entona las estrofas majestuosas del himno de la Adoración Nocturna, cantado por todos: «Cantemos al Amor de los amores, / cantemos al Señor. Dios está aquí, / venid adoradores, / adoremos a Cristo Redentor». Juan José Primo Jurado, historiador y escritor, que ha pronunciado este año el pregón eucarístico, en la iglesia conventual del Monasterio de Santa Marta, describió poética y teológicamente la esencia más viva del Corpus Christi: «Arco iris de amor que se levanta de un pesebre salvador, que tiene un océano de sangre en el Gólgota, adquiere su mejor volumen de generosidad y entrega en la Última Cena, en el silencio cerrado y perfecto del cenáculo, y alcanza su apoteosis en el Día del Corpus Christi». El origen de la fiesta lo encontramos, mediado el siglo XIII, con la monja agustina Juliana de Rétinnes (1193-1258), en el convento del Monte Cornillon, en Lieja (Bélgica), a quien la tradición asegura que se le apareció Cristo, pidiéndole la institución de una fiesta de la Eucaristía. En 1249, el obispo de Lieja aprueba la visión y ordena la celebración litúrgica en su diócesis. Sólo dos décadas después, en 1264, esa tradición local se convierte en universal, gracias a la bula del papa Urbano IV, dirigida a todos los obispos, en la que instituye la fiesta del Corpus Christi, eligiendo la fecha del primer jueves tras la octava de Pentecostés, como ha llegado hasta nuestros días. De la redacción de la bula se deduce el carácter alegre y festivo que debe tener el Corpus: «Cante la fe, dance la esperanza, salte de gozo la caridad». Medio siglo después, el papa Clemente V, al terminar el Concilio de Vienne (1312) publica la constitución ‘Si Dominum’, que incluye la bula de Urbano IV, y ordena la celebración del Corpus Christi en toda la Cristiandad, como fiesta de máxima solemnidad e instituyendo su octava. La primera procesión del Corpus tuvo lugar en la ciudad alemana de Colonia en 1279 con la participación de todos los estamentos sociales. En 1317, el papa Juan XXII volvía a confirmar la fiesta y decretaba su elemento más característico: una procesión en la que la Sagrada Forma fuera paseada solemnemente por las calles de ciudades y pueblos. En España, sabemos que el Corpus Christi se celebra por primera vez en 1318, en Calahorra y León. Y avanza enseguida por todos los lugares. Hoy, el paso de la custodia, ha de dejarnos el aroma de la «cultura de la Eucaristía», centrada en el amor, la comunión, el diálogo y la solidaridad. No podemos recibir el cuerpo de Cristo y sentirnos alejados de los que sienten conculcada su dignidad, de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos, o quizás se sienten amenazados en su vida, aunque sea no nacida o aunque sea terminal. Por eso, celebramos hoy el Día de la Caridad, las manos abiertas de par en par para el abrazo entrañable, la generosidad a punto para dar y para darnos. El esplendor del Corpus ha de ser el esplendor y el brillo de la caridad y del amor fraterno, la entrega y el servicio, la solidaridad con los pobres y afligidos. Con nuestra mirada fija en la custodia, aprenderemos a dar, como Cristo Jesús, el pan de nuestra vida.

 ** Sacerdote y periodista

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