Diario Córdoba

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Jose Manuel Ballesteros Pastor

Nuestras Ermitas, patrimonio

La Junta planea la declaración de Bien de Interés Cultural de las Ermitas. ¡Ánimo a nuestra Asociación de Amigos de las Ermitas! A ver si llegamos a tiempo. Porque ya empezaba yo a temblar con mi miedo a que también este lugar fuera piafado, triscado, coceado y pateado. Nuestras Ermitas es otra de las joyas de nuestra ciudad, un tesoro de paisajes, pero sobre todo es el tesoro de espiritualidad que durante casi cuatro siglos han ido depositando hombres y hombres que entregaban allí sus vidas. ¿Podríamos imaginarnos esas vidas enteras, vida a vida, cada día, cada noche, en los fríos, en los calores, en las penurias, sostenidas sólo en la fuerza del silencio y la oración? Es un misterio. Pero aquí en nuestras manos, tenemos las esencias de este misterio maravilloso. Sólo quien haya descendido a su capilla para rezar maitines con nuestra querida comunidad de carmelitas descalzos, mientras el amanecer se va insinuando por el horizonte, o al rezo de completas, cuando la noche se recoge, puede apreciar hasta el fondo este tesoro de espiritualidad, sea o no creyente, que desciende por los montes y se extiende sobre Córdoba. Allí, la brisa nos susurra palabras de los Salmos, «Levanto mis ojos a los montes...»; versos de fray Luis de León, «el alma se serena y viste de hermosura y luz no usada...». Allí he palpado cómo será para mi corazón la inmensa alegría de llegar por fin a la casa del Padre, pero sin la melancolía que siempre me queda cuando he pasado unos días en aquella intimidad con Dios, con mi alma y con las almas, de tenerme que regresar a Córdoba. ¡Qué inmensa plenitud a la llegada, cuando mis ojos vuelan libres por los horizontes y traspaso el umbral! El sol del amanecer brilla en su espadaña, y al atardecer le da sus últimos destellos. Cada jornada se repite, día tras día, siglo tras siglo, la oración de acción de gracias al Padre de la vida. Porque, sí, nuestras Ermitas son un adelanto que Jesús nos muestra sobre lo que sentiremos cuando, tras la muerte, el Padre nos acoja, y ya no tengamos que alejarnos más de su eternidad. Allí el Amor saldrá, pleno, feliz, a nuestro encuentro; nos abrazará, y lloraremos juntos en luz y en alegría, y reiremos, y pasaremos abrazados el umbral, y viviremos la fiesta eterna de la eterna paz.

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