Diario Córdoba

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Ángela Labordeta

EL TRIÁNGULO

Ángela Labordeta

El emérito se queda en Emiratos

El error fue permitirle todo, protegerlo y mirar a otro lado cuando el error sonaba a delito

E El emérito se queda en Emiratos y no regresa a España para la regata que se va a celebrar en Sanxenxo este fin de semana». Ese es el titular, si bien debiera ser: «El Gobierno de España y la Casa Real exigen al emérito que se quede en Abu Dabi», y lo hacen porque sí, porque es necesario y porque la imagen del emérito genera desprecio y nos evidencia cómo fuimos engañados cuando pensábamos que él era el rey que llegaba para salvarnos.

Dicen que Juan Carlos I tuvo una infancia dura, de internado en internado en fríos colegios del norte de Europa donde el sol no brillaba, sol que sin embargo sí calentaba a sus padres y hermanos en las playas portuguesas; no faltó en esa infancia un disparo sordo que dejó al hermano sin vida, culpabilizándolo sin pena porque un día sería el rey de España. Fueran estos motivos o su condición humana, tan plebeya como real, la realidad es que Juan Carlos I pronto se consideró por encima de todo y de todos, a salvo en su palacio, libre para despreciar y burlarse de quienes gritaban su nombre por las calles, considerándolo el gran defensor de la democracia, el rey de todos los españoles, el hombre que supo desoír al caudillo y pararle los pies a Tejero, impulsando un estado monárquico sin clandestinos ni culpables. Y todo eso lo hizo y todo eso le llevó a considerarse inviolable y no sentirse traidor ni infiel, mucho menos culpable porque él tenía una condición que lo hacía único y que le permitía poseer las montañas hasta las dunas y las dunas hasta el mar cristalino y azul.

Cuando yo tenía 20 ó 22 años una señora que veraneaba en Villanúa, viuda de empresario y de belleza pálida y azul, contaba que años atrás el rey Juan Carlos en alguna de sus escapadas al Hotel Reno la llamó para invitarla a compartir su mesa. Ella, recuerdo, lo contaba con cierta nostalgia, mientras todos los que la escuchábamos sabíamos de esas veladas y no sentíamos rechazo siquiera, porque en nuestra imperfecta educación democrática él era el señor de los vientos y de la paz y el que nos había salvado y por eso sus derechos, que no deberes, eran ilimitados. Ese fue el error: permitirle todo y protegerlo siempre y mirar hacia otro lado, hasta cuando el error era sucio y sonaba a delito.

Y así llegó el día en que comenzamos a despreciarlo y de ahí a la indiferencia tan solo había un paso y en esa indiferencia a la mayor parte de los españoles nos da igual cuál sea su destino inmediato, porque queremos borrar su persona de nuestro recuerdo, ahora que ya hemos comprendido que aquellos que no dudaron en robarnos, que se consideraron superiores y fueron infieles y desleales, nunca serán nuestros salvadores, solo una pesadilla vil de quien ansía poseer y encadenar todas las almas.

** Periodista y escritora

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