Diario Córdoba

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Manuel Torres Aguilar.

MEMORIA DEL FUTURO

Manuel Torres Aguilar

El poder. El arte del buen gobierno

No se posee personalmente, solo existe en la medida en que los demás lo reconocen

El poder es una creación inmaterial, una abstracción, una ficción humana que hunde sus raíces en los tiempos más remotos. Aparece vinculado en su origen a la divinidad, a lo trascendente, y constituyó el fundamento de las primeras instituciones jurídicas y políticas. El poder tiene una característica fundamental en su no existencia material. No se posee personalmente, solo existe en la medida en que los demás lo reconocen. Es decir, su existencia concierne no a la voluntad subjetiva, sino que su efectividad y su materialización depende de que sus posibles destinatarios lo asuman y lo acepten. Con el transcurrir de la historia se han diseñado múltiples instrumentos para hacerlo más fácilmente reconocible. Una corona, un bastón, una orden gubernativa, un manto, un solideo, un boletín oficial, cualquier elemento que tiene su valor en la medida que los demás lo acepten como símbolo material de su existencia.

No hay demasiado espacio aquí para exponer muchas de sus características y de las formas que adopta: el poder del premio, el poder coactivo, el poder referente, el poder legítimo o el poder experto. En lo esencial el poder siempre va acompañado de alguna dependencia. En el caso del poder político, el grado de cooperación, obediencia, sumisión o colaboración de los gobernados proporcionará la dimensión de ese poder. La historia nos enseña que el poder nunca es permanente, sino que descansa sobre una frágil estructura de relaciones humanas dentro de la sociedad. Un elemento clave es la necesidad que tiene el poder de dotarse de instrumentos personales para su ejercicio. El más evidente fue la construcción de las organizaciones políticas: el reino, el estado, la república, el municipio... para organizar la vida en sociedad. A tales efectos necesitó establecer una administración de oficiales y funcionarios que pudiesen desarrollar la gobernación en un orden y jerarquía que se fue modulando a lo largo de la historia.

¿Por qué me asomo a este tema en estos días? Bueno, han sido días de elecciones en la Universidad, en pocos días serán también las elecciones autonómicas y observo cómo quienes han tenido el poder miran con melancolía cómo éste se va. En la otra cara están los que aspiran a ejercerlo y miran con ilusión las posibilidades que le ofrece esta creación humana, tan abstracta como deseada desde que el mundo es mundo. Las razones de su deseo unos las fundamentaron en su mero ejercicio, el más triste de los deseos, otros lo anhelan como medio para la transformación de la sociedad y el servicio público. Unos son honestos y leales en su ejercicio, otros lo manosean y engañan en su nombre para obtener sus fines. Unos sienten sobre sus hombros el peso de la responsabilidad, otros se suben sobre él para dar más dimensión a su narcisismo. En fin, poco espacio hay aquí para explayarme en sus derivadas, solo para recordar a los que se van y a los que llegan, que el poder siempre termina por marcharse, igual que los acólitos, las mercedes y regalías, las reverencias, las palabras huecas, el protocolo, el fútil brillo de la púrpura y las medallas. Todo se convierte en ciego polvo de soledad. Cuanto más se ejercitó con desdén y altanería, más cae luego en el olvido y la ignorancia por quien pensó que su disfrute sería eterno. «Sic transit gloria mundi».

Todas estas reflexiones encuentran su mejor expresión en la teoría política y en los manuales de príncipes y buen gobierno que construyó la mejor doctrina que acompañó la creación del primer Estado moderno. Me refiero a la española de los siglos XVI y XVII. Recomiendo la lectura del libro de mi maestro, José Mª García Marín, ‘Gobernantes y Gobernados’, recientemente publicado. Ello me sirve para traer hoy no la memoria del futuro, sino la memoria del pasado, pero de un pasado que martillea sobre el futuro sin solución de continuidad. Como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Algunas de las sentencias de esta doctrina me sirven para entender a quienes se van y advertir a quienes llegan, sea tanto en la academia como en el foro, en la política o en cualquier institución donde tenga lugar espacio para ejercitar algún poder. Esa doctrina que he referido ya decía en relación con quienes aspiran a ejercer cualquier cargo u oficio, que «muchos de palomas se vuelven corderos y de corderos lobos, y no hay cosa que mejor descubre el secreto del hombre que el oficio, porque le pone el poder en la mano». Esto lo tradujo el pueblo con la conocida expresión «si quieres conocer a pepillo dale un carguillo». ¡Qué verdad más permanente en el tiempo!

Una virtud que siempre vieron los súbditos en el poder fue la de confiar en la honestidad y veracidad de quien ejercía el poder. Sin embargo, en paralelo Maquiavelo afirmaba que «gobernar es hacer creer». Esto lo vemos a menudo. Hay hechos que se manipulan desde el poder para convertir la mentira en verdad, pero también la doctrina nos dice que «el tiempo, magestad, pone la mentira en su lugar». Aunque más recientemente, parece que fue Lincoln quien acuñó la célebre sentencia: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».

Ahora es momento de ilusión y buenos deseos para quienes traen un aire nuevo y van a abrir las ventanas esperanzadas del cambio en la Universidad. Luego el tiempo asentará cada cosa. Felicitémonos ahora por la bondad de lo que viene, al menos al principio. Si bien, es necesario que la sonrisa no nuble estas viejas lecciones sobre el poder. Por ejemplo, aquella que recordaba al príncipe que «a todos es imposible contentar... Los objetivos de los pocos son siempre diferentes de los muchos». Y no olvidar nunca que «de ordinario arrebatan los premios, no los más dignos sino los más solícitos», pues muchos empezarán a medrar desde el comienzo. Así, se debe tener muy en cuenta que es la persona la que hace al cargo y no al revés, por ello, dicen los doctrinarios, «el cargo dado a un indigno, no le hace benemérito, antes manifiesta más su indignidad». La ética del buen gobierno, desde los clásicos, es «el interés común antes que el propio», el espíritu de servicio antes que el boato, la bondad antes que el cinismo, la compasión antes que la altanería.

En todo caso, sabemos que «el reynar como se debe es carga de mucha obligación», y por ello quien ahora llega, tiene cualidades más que de sobra demostradas y acreditadas, «porque el arte de gobernar, ni se vende en París, ni se halla en Bolonia, ni aún se aprende en Salamanca». Se nace y se lleva en el corazón, en la vocación de servicio público y en saber, ser y entender que «el poder es por y para los demás y no lisonja para uno mismo».

* Catedrático. Universidad de Córdoba

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