En un tiempo no muy lejano, los medios de comunicación, con preponderancia de la televisión pública, abrían los informativos más vistos de España con el viaje de turno de los inquilinos de la Zarzuela. Sofía y Juan Carlos, campechano él, profesional ella, llegaban a un municipio de España con cualquiera que fuera el motivo y se arreaban un baño de masas y un choca esas cinco ante miles de enfervorizados juancarlistas que, probablemente, habrían hecho lo mismo con jefes de Estado de voz aflautada en tiempos menos amables, acostumbrados como estaban nuestros padres y abuelos a echarse a las calles ante un viaje oficial bien vendido por la propaganda oficial.

La televisión pública, como también las privadas en sus primeros años de emisión, dedicaban un tercio del telediario a enseñarnos a la monarquía estrechando manos, abrazando a niños, palmeando espaldas, aceptando fotografiarse con el pueblo llano, que se apresuraba a llevar el carrete al estudio de revelado rogando que sirviera para presidir el aparador del salón o esa mesa que se desplegaba en las ocasiones especiales, justo a la hora en que se emitía ‘el-tra-di-cio-nal-dis-cur-so-de-Na-vi-dad’.

Qué tiempos. Plano cenital de la plaza del ayuntamiento de turno, un par de guardaespaldas con pinganillo, bajada del coche y mano basculando a la altura del hombro como la Bellea del Foc en un pasacalles, banderas del reino, sonrisas recién salidas del dentista, vítores a España ya los reyes, recorrido de entre 50 y 70 metros, saludo firme y educado al alcalde o al presidente de la Diputación y demás elementos propios del protocolo horneado en Zarzuela, elementos todos que acaparaban un tercio del telediario mientras se construía en la sociedad el multitudinario cierre de filas con los monarcas, al tiempo que en las redacciones de los periódicos se extremaba el cuidado para que no se colara en la crónica ningún elemento literario que pudiera incomodar ante palacio al director del diario.

Esa era la realidad. Los reyes actuaban y los medios convertían la noticia en un espectáculo televisivo. Así ocurría en la España de mediados de los 70, toda la década de 1980 y la mayor parte de la de 1990, la edad de oro de la monarquía española en democracia, hasta que las nuevas generaciones, en menos deuda que sus progenitores con los méritos de sus soberanos, comenzaron a cuestionar un sistema que ellos no habían abrazado ni tenían por qué. Con el cambio generacional, lo de las multitudes no acabó de desaparecer del todo, pues lo mismo acampaban en la plaza principal de una ciudad que se citaban en masa a las puertas de un juzgado para abuchear a una folclórica, algo mucho menos glamuroso que los viajes reales. Aquí siempre hemos sido muy de masa enfurecida o de masa enardecida, que parecen contrapuestas aunque conforman la misma especie y cambian de apellido dependiendo de las circunstancias.

Ni en el peor escenario podían imaginar los propietarios de la corona que allí donde las televisiones transmitían en directo el baño de multitudes hoy no pasa de una página par en la prensa local, que continúa siendo el segundero de la Historia como dijo aquel. Lo mismo da que se entregue la bandera de combate a los boinas verdes en Cartagena que se presida una asamblea de la patronal en Zaragoza, por citar dos ejemplos recientes que recogen los diarios regionales y ningunean los nacionales. Con suerte, uno u otro hecho informativo disfrutarán de un par de minutos de gloria en horario de máxima audiencia.

Lo que antes no tenía discusión hoy ha entrado en competencia catódica con los fichajes del Madrid, las victorias de Nadal, el estreno de Feijóo en el Senado o las fiestas de Boris Johnson. Mientras que nuestro tenista número uno continúa acaparando minutos 17 años después de su primer Roland Garros, la agenda de la Casa Real servirá, con suerte, para cerrar los telediarios, lo que evidencia no solo el cambio social y el punto de vista de los medios para informar sobre la realeza, sino que si esta última acaba dominando el ‘tempo’ informativo será casi siempre en contra de los deseos de Felipe VI, que lleva años bregando con las andanzas fiscales, amorosas y arabescas de su padre, el emérito que era capaz de abrir un telediario degustando unos espárragos y al que acaban de advertirle que se deje de ‘shows’. Y este ha sido el punto inflexión. Ha comenzado la edad de cobre.

@jorgefauro