Diario Córdoba

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Jose Manuel Ballesteros Pastor

Mi perrillo

"Él se vino conmigo y yo me vine con él. Lo llevé a un veterinario para que le hiciese un chequeo"

Nos encontramos entre unos jardines, allá donde nuestras soledades. Era otro mayo azul. Yo leía un libro de poemas. Él asomó por entre unos setos de celindas. Me miró con esos ojos tiernos que tanta luz me regalaban. Tenía una oreja envelada y la otra caída. Yo lo saludé: “Hola, Gengis-can”. Él me contestó: “Déjate de pitorreo, que no está el horno para juegos de palabras”. Desde ese momento fuimos compañeros; quiero decir que desde ese momento nos quitamos nuestras soledades. Él se vino conmigo y yo me vine con él. Lo llevé a un veterinario para que le hiciese un chequeo. Lo normal de vivir en soledad: parásitos, heridas, miedos, cicatrices de tristeza. El veterinario nos dijo que con unas pastillas de amor mutuo se solucionaría en varias tomas. Nos fuimos a vivir, él conmigo y yo con él. Quise buscarle un nombre; me pidió que solo lo llamase “perrillo” y él me llamaría “humano”. Desde ese momento él no podía pasar sin mí y yo no podía pasar sin él. Apenas necesitábamos hablar. Mi perrillo era la forma de mi alma. Él veía mi tristeza o mi abandono o mi melancolía mucho antes que yo mismo. De pronto, yo estaba escribiendo y mi perrillo venía y se echaba en mis pies. El calor de su amor era lo más humano que he conocido nunca, ni siquiera en sueños; era una caricia tan sutil que yo sólo la notaba cuando no la tenía o cuando la necesitaba. A veces, le leía el poema que estaba pergeñando, para ver qué le parecía. Él, con su cabecilla reposada sobre sus piernas delanteras, me miraba con un solo ojo, por encima de la oreja que le caía, y suspiraba: “¡Tú y yo sólo somos soñadores!”. Y volvía a cerrar su ojillo de color de miel. Cuando salíamos al campo, nos sentábamos ante a un paisaje y lo mirábamos como si cada uno estuviésemos a solas frente a él. Así durante horas. Su alma y la mía planeaban por el horizonte. Y entonces él y yo sabíamos cómo era la paz, porque yo se la regalaba a mi perrillo y mi perrillo me la regalaba a mí. Un amanecer de otro mayo azul se me acercó sereno para decirme que tenía que marcharse. Ahora, cuando nos veo en la foto de mi mesilla de noche, y él y yo me miran desde la lejanía del tiempo, le mando una oración y lo imagino esperándome en los jardines del Señor para encontrarnos otra vez y ya nunca volver a separarnos.

* Escritor

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