Diario Córdoba

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Casiana Muñoz Tuñón

Aprender para contar

Casiana Muñoz Tuñón

El diablo cojuelo y, ¡que vivan los clásicos!

En la tradición popular española es un personaje de referencia que hace una crítica amable, pero irreverente, de la sociedad

Vi recientemente una representación de la obra de Vélez de Guevara en el Teatro de la Comedia de Madrid. La historia, publicada en 1641, es realmente divertida y narra la relación entre un estudiante de Salamanca con un demonio pícaro con el que descubre todo lo que se esconde debajo de los tejados en las casas de Madrid. Es una crítica, amable pero bastante irreverente de la sociedad del siglo XVII. La sinopsis de la obra es esta: Un estudiante que huye de la justicia, entra en una buhardilla de un astrólogo y allí libera a un diablo encerrado en una redoma, quien, en agradecimiento, levanta los tejados de Madrid y le enseña todas las miserias, trapacerías y engaños de sus habitantes.

En la tradición popular española el diablo cojuelo es un personaje de referencia. Su figura se aleja de su concepción maligna gracias a su cojera, que lo hace más vulnerable y amable y lo acerca a una imagen picaresca y satírica. El mito dice que, el pobre diablo, fue de los primeros en alzarse en la rebelión celestial y caer en los infiernos donde el resto de diablos le cayeron encima, provocando su característica forma de andar por los mundos. Se convierte así en un pícaro querido, lo que se pone en evidencia ya desde su denominación, «cojuelo», que no cojo.

La representación, que se ha podido disfrutar en el Teatro de la Comedia, está a cargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) en una adaptación muy original de Juan Mayorga para la compañía Rhum y Cia.; despliega en paralelo el estilo del teatro cómico popular del siglo XVII y el de los payasos, su equivalente contemporáneo.

En la versión libre del Cojuelo que se ha representado en el Teatro de la Comedia, a los payasos de Rhum les encargan hacer un clásico, encargo que toman como una gran oportunidad. No quieren que sus «nietas» se digan: «Mi abuelo empezó payaso y de ahí no pasó». Quieren que ellas «si las hubiere», digan: «Mi abuelo empezó payaso, pero se esforzó y acabó haciendo clásicos, que son la cultura, la dignidad y el futuro». Así, los actores, durante la obra alternan con gran pericia, el lenguaje, la dicción y los modos y vestimentas del teatro Clásico --palabra que enfatizan durante la representación-- con la locura y el desenfado de los payasos. La historia del Cojuelo es un poco absurda y loca y así, la actuación clásica se funde de modo natural con los disparates de los actores payasos. Los actores son dispares físicamente, libres cada uno de ellos, artistas, cada quien a su manera; un caos muy bien entramado.

En la obra los actores-los payasos van alternando la historia de la historia con la obra misma, qué trabalenguas, ¿no? cuentan cómo eligieron el único clásico que había en la librería, ‘El diablo Cojuelo’ de Luis Vélez de Guevara, subtitulado «Novela de la otra vida traducida a esta». Así es como empiezan a enredarse las dos tramas: la de la obra de Vélez --tratada con respeto y alguna libertad-- y la de una compañía de payasos aspirantes a actores, siempre a punto de fracasar en su empeño por llevarla a escena. Y así es como personajes del siglo XVII y payasos del XXI levantan tejados y espían los entresijos de la sociedad.

El teatro tiene la belleza de que cada representación es única. Los actores se emplean a fondo y cada quien, como público, puede sentir la implicación, la personalidad, la originalidad y la capacidad de los que están representando una obra. El Teatro de la Comedia de Madrid es pequeño y los actores y el público están próximos. Se ven sus caras, sus movimientos, se entremezclan; toda una experiencia. Los «cómicos» de la compañía Rhum, además de excelentes actores son unos músicos fenomenales. A lo largo de la representación de la obra, de golpe paraban y empezaban a tocar música de todo tipo, música original y divertida. El escenario se convertía por un rato en una fiesta. Tocaban todos los palos, flamenco, reguetón, salsa, rap. Usaban las pausas --este adjetivo suena muy suave para tanta locura-- para marcar hitos en la representación. Jugaban con las luces y el sonido con gran maestría y se emplearon con toda la energía que pudieran tener. Durante la hora y media de la representación, estos cómicos no dejaron de poner ni un ergio de energía; fantástico, admirables, muchas gracias.

Y, si hubiera que hacer alguna crítica (siempre es bueno hacer alguna crítica, ¿verdad?), creo que fallamos un poco nosotros, el público. En cada cambio de tercio, cuando resurgía la música, ellos intentaban que participásemos, uno de lo de los actores palmeaba intentando que el público los siguiera con una música que movía a bailar. No sé cómo conseguíamos quedarnos tan parados, estábamos tímidos, comedidos. Los momentos musicales creo que estaban concebidos para marcar el ritmo de la obra y también para involucrarnos y ahí no lo conseguían. Yo me sentí un poco responsable, un poco mal por esta gente tan profesional y generosa, dedicándonos su trabajo y entusiasmo y nosotros estamos allí de escuchantes pasivos. No lo sé. A lo mejor es que el público del teatro clásico somos muy clásicos o quizás estábamos un poco desconcertados y no supimos seguir el esquema --un poco loco-- sin saber cuándo aplaudir ni cuándo acababa una escena. También puede pasar que nos estamos acostumbrando a participar a través de las redes, de conexiones con pantallas de ordenador y quizás, exhibirnos, disfrutar y demostrar en vivo, en persona, nos resulta más complicado. Tenemos que volver a aprender a interactuar en el modo clásico, como nuestros cómicos clásicos estaban esperando de nosotros. Y, sin duda, y por múltiples razones, vayamos más al teatro.

*Astrofísica

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