Diario Córdoba

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Desiderio Vaquerizo

A PIE DE TIERRA

Desiderio Vaquerizo

Comer en Qurtuba (II)

La dieta, pobre y escasamente diversificada, concedía al pan y al vino un papel esencial

Desde muy antiguo, las fuentes básicas de nutrición en las tierras que bordean el Mediterráneo fueron el cereal, el vino y el aceite --a los que se sumaban otros productos básicos como la miel, la sal o los frutos secos--, y en muchas zonas la higuera y los higos. Un paisaje productivo, por tanto, con el que se identificaban absolutamente los árabes que a principios del siglo VIII invaden la Península Ibérica, y cuantas oleadas de gentes foráneas --procedentes de Oriente, pero también, en esencia, del norte de África-- irán llegando a estas tierras de promisión hasta su expulsión definitiva en el siglo XV; gentes preocupadas por conocer el legado de sus antepasados griegos y romanos en todos los órdenes de la ciencia y de la vida, que investigarán sobre la mejora de los cultivos y de la producción, legándonos numerosas obras de las que es posible colegir a día de hoy su pensamiento al respecto, sus técnicas y sus considerables avances.

Según los datos disponibles, la agricultura hispana conoció en los siglos finales del Imperio Romano y durante el dominio visigodo una fuerte regresión. Pobre y escasamente diversificada, concedía al pan y al vino un papel esencial en la dieta. Esto no significa que desapareciera por ejemplo el tan importante para la alimentación de las clases populares cultivo del olivo, ni la producción de aceitunas y de aceite, según se desprende por ejemplo de las Etimologías de san Agustín, que distingue varios tipos de zumo, entre los cuales destaca el hispano, obtenido al parecer de aceitunas blancas.

Los árabes encontraron así en el Occidente mediterráneo un paisaje y unos usos agrícolas similares a la que ellos habían practicado siempre, con tan sólo una pero gran diferencia, vital, no obstante, y de enorme trascendencia: la mayor abundancia de agua, la mejor calidad de las tierras y, en consecuencia, una feracidad desconocida que ellos reforzaron con la introducción de numerosos cultivos de origen asiático y africano hasta entonces inéditos por estos lares (arroz, naranja, plátano, sandía, limón, alcachofa, alubia --obviamente, de un tipo distinto del americano--, berenjena, espinaca, cidra, caña de azúcar -el azúcar fue considerado siempre un producto de lujo, de consumo minoritario y limitado a las mesas más pudientes-..., o la generalización, selección y mejora de otros ya conocidos pero poco explotados, como por ejemplo el peral, cultivado y silvestre, que hoy siguen siendo básicos en nuestra dieta. Muchas de estas nuevas especies fueron primorosamente aclimatadas en los jardines y huertas de los palacios y almunias de monarcas, príncipes y cortesanos, que actuaron a la manera de laboratorios botánicos. Fue el caso de la Arruzafa, construida en la falda de la sierra de Córdoba por el primer emir omeya, Abd al-Rhaman I, a finales del siglo VIII, iniciando con ello un modelo que sería después imitado a todo lo largo y ancho de al-Andalus.

Tales prácticas trajeron consigo también la introducción de nuevos métodos de labranza; la imposición del abonado de los campos (sometidos en muchos casos a re-parcelaciones casi minifundistas que generan un paisaje de huertas, bancales y cultivos intensivos); la supresión del barbecho, con lo que esto supuso para la multiplicación de las cosechas, o una nueva, sofisticada y muy bien regulada gestión del agua, materializada en el diseño de sistemas muy desarrollados e ingeniosos de irrigación que se extendieron también a los viñedos cuando se trataba de uva de mesa y ocasionalmente al olivar --explotado por lo general en fincas pequeñas y régimen de autoproducción--, y en la diversificación de especies cultivadas. Estos viñedos fueron muy característicos del entorno de Granada y su Vega en época nazarí. De hecho, el término árabe que los designaba (karm; pl. kurum) acabaría derivando en el de «carmen», que da nombre hoy a las residencias de recreo con vocación campestre y omnipresencia de los emparrados, tan típicas del Albaicín o las riberas del Darro.

Estos aspectos, que según las últimas investigaciones se vieron acompañados de una intensificación de la actividad ganadera, terminaron por influir poderosamente en la transformación del paisaje físico y humano del sur peninsular, así como en la mejora de la alimentación, bastante más diversificada, abundante y saludable que la del resto de pueblos peninsulares (incluso europeos) por una simple cuestión de sabiduría, pragmática, capacidad técnica y equilibrio. Tantas novedades convirtieron el nuevo territorio conquistado --porque fue precisamente la zona peninsular más propicia para su cultivo la que quedó bajo el dominio de al-Andalus-- en un auténtico paraíso, con el que se comparan en el Corán los «huertos plantados de vides y los olivos y los granados, parecidos y diferentes» (Corán, VI, 99; y VI, 141). Tal fue así, que algunos islamistas llegan incluso a hablar de revolución agrícola, o revolución verde andalusí, refrendada por numerosos tratados de agronomía que ven la luz sobre todo entre los siglos X e inicios del XIII (el último sería escrito en Almería por Ibn Luyûn en el siglo XIV).

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